III. El fantasma de azul.

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Durante la mañana, lo único que había resonado era el sonido del teclado de Kunikida. Los hermanos Tanizaki habían salido de compras, mientras que Ranpo Edogawa había salido de vacaciones con Edgar —Poe-kun, como le gustaba llamarlo— hacía ya más de una semana, poco antes del incidente con la habilidad de Dazai. El recuerdo aún era tan fresco que Kunikida todavía se sonrojaba al recordarlo.

Cuando menos lo pensó, una mancha de sonido ensució su precioso silencio. Alzó la vista por encima de la pantalla del computador, aunque no era necesario ver a Dazai para saber que se trataba de él. Cantaba una canción horrible sobre un suicidio doble. Se le había pegado desde hacía una semana atrás —o, más bien, se la había inventado—, y no hubo poder humano que lo hiciera olvidarla.

Kunikida decidió que ya había tenido demasiados inconvenientes con Dazai, por lo que simple y sencillamente se puso unos audífonos. La música clásica inundó sus pensamientos plagados de agendas y horarios, y convivió con aquella tranquila marea por un rato, hasta que simplemente se esfumó. Desconcertado, miró hacia abajo, y observó como Dazai se llevaba a los bolsillos las tijeras responsables de aquel crimen.

—Una disculpa, Kunikida-kun. No pude controlarlas —dijo con una sonrisa idiota, sólo para después abrir y cerrar las tijeras.

Kunikida se ahorró cualquier molestia, y sólo sacó su libreta y creo unos más. Quiso crear unos inalámbricos, pero no tenía el entendimiento suficiente para hacerlo. La hoja se transformó en unos audífonos rudimentarios —apenas capaces de desempeñar su función—, e inmediatamente Kunikida los uso.

No pasaron ni diez minutos cuando Dazai volvió a repetir aquella travesura, y no transcurrió ni un segundo cuando Kunikida ya tenía otros nuevos. Pasaron así tres o cinco rondas, hasta que el último corte se llevó sus nervios de paso.

—Vete a trabajar, por un demonio —le gritó, pero de poco o nada sirvió.

—Pero estoy trabajando, Kunikida-kun.

Estuvo a punto de gritar de nuevo, pero en ese momento entró Haruno a las oficinas, con un gran papeleo en los brazos.

—Nos han alertado de un incendio en un edificio gubernamental. Los testigos han dicho que un individuo enmascarado lo hizo, por lo que se teme que sea un acto terrorista —anunció Haruno, y fue suficiente para que todos los presentes se levantaran de sus asientos.

...

Intentaron llegar a la escena tan rápido como el vehículo sobresaturado se los permitió. Yosano se fue quejando todo el camino de qué conducía como un bebé, pero Kunikida no quería que anunciaran por radio un accidente automovilístico protagonizado por cinco usuarios de habilidad incapaces de conducir bien.

El edificio en cuestión era una construcción de tres pisos, curiosamente dividida en dos. Sólo una de las secciones ardía por completo, y de sus ventanas rotas emanaban lenguas de fuego. Las exhalaciones negras se alzaban hacia el cielo, y oscurecían toda la calle como una repentina noche sin estrellas. Kunikida no se dejó intimidar por el caos.

—Kenji-kun, entra al edificio y ayuda a salir a los que están atrapados. Atsushi-kun, trata de llegar a los pisos más altos. Si ves que está a punto de derrumbarse, sal. Yosano-san, ayude a los heridos —ordenó Kunikida. Yosano replicó que no le dijera lo que ya sabía que tenía que hacer, pero todos acataron las ordenes de inmediato—. Y, tú, Dazai, investiga si no se trata de un usuario de habilidad.

No le permitió decir alguna palabra en contra. Lo dejó ahí con la boca a medio abrir, y se lanzó a la sección poco afectada del edificio. La evacuación había sido completada cuando él se internó en la planta baja. No había ningún ruido dentro de sus paredes, o eso creía Kunikida. Era difícil saberlo cuando al lado el papel y los muebles crujían al ser masticados por el fuego. Los gritos de confusión tampoco se lo dejaban más fácil.

Siguió avanzando hasta completar su revisión. Cuando el humo se tornó más denso y comenzó a picarle en la garganta y en los ojos, decidió que era hora de salir. El otro visitante no pensó lo mismo.

—Hey, ¿me buscabas? —susurró una voz desde las escaleras.

Kunikida volteó en seguida, y por el rabillo del ojo alcanzó a ver una tela ondear en el aire antes de desaparecer escaleras arriba.

—¡Oye, detente! ¡No puedes subir! —le gritó Kunikida. Sus exclamaciones fueron tragadas por las explosiones vecinas, y ni él pudo escuchar sus gritos—. Maldita sea.

Subió por las escaleras rápidamente, saltando los escalones de dos en dos. Cada piso creía alcanzar a aquel desconocido, pero se perdía rápidamente entre las escaleras. Kunikida no tardó en deducir que lo estaba obligando a seguirlo, pero aun así aceptó su juego.

Pronto llegaron a la azotea. El extraño abrió la puerta de golpe, y la azotó para cerrarla. Casi en el mismo segundo Kunikida se impactó contra la puerta y la empujó. La luz del sol lo recibió al llegar y lo cegó por momentos. Cuando la vista le fue devuelta, se encontró con el extraño. Vestía una capa azul celeste que le cubría desde el rostro hasta los pies. Si acaso podía discernir algunos mechones dorados emerger de su cabeza por aquí y por allá, pero nada más. Tampoco podía ver sus ojos, ocultos tras la sombra de la tela. Lo último de lo que se percató fue del arma que apuntaba contra él.

Le disparó sin darle tiempo a procesar todo. El cuerpo de Kunikida fue más rápido, y alcanzó a agacharse antes de que la bala le atravesara el cráneo. En un parpadeo se ocultó tras la pared.

—¿Quién eres? —gritó Kunikida, y alistó el arma en sus manos. Nadie le contestó, por lo que se asomó a ver. El sujeto le disparó de nuevo, y él regresó a su posición—. ¿Tú provocaste el incendio?

—Yo soy el rey que gobierna bajo el cielo —declaró al cabo de un rato. Su voz era ronca, pero prominente. Los muros parecían temblar cuando habló—. Soy el rey que desvela el pasado desde el presente, y determino el futuro desde los crímenes del ayer. Soy la justicia que no ha sido corrompida, y mi juicio es la ley. Hoy he dictaminado mi primera sentencia. Mañana, y a partir de entonces, la ciudad de Yokohama ha de teñirse de rojo, por la paz de lo que se pudre bajo la tierra y en los corazones.

Kunikida sintió un escalofrío subir por su columna, como un dedo cadavérico definiendo sus vértebras en cada movimiento. El miedo surcó sus ojos como un relámpago, y lo obligó a salir de su escondite. Cuando lo hizo el sujeto estaba en el borde del edificio, mirándolo a él, mientras su espalda se enfrentaba a la nada.

De pronto, se dejó caer sin más. Kunikida corrió a la orilla, y no supo si alegrarse o no cuando lo vio corriendo por el techo de los edificios vecinos. El autoproclamado rey lo vio una última vez, y desapareció tras brincar al vacío de nuevo. Kunikida trató de seguirlo, pero las llamas subieron hasta el techo y lo encerraron en una jaula de fuego. Del susto, se alejó unos cuantos pasos, sólo para verse rodeado por los guardianes de rojo.

—Maldita sea —exclamó Kunikida, impotente.

Escuchó las sirenas de los bomberos aproximarse, y eso le desencadenó un terrible dolor de cabeza. La visión de su ojo derecho se vio opacada por un súbito goteo rojo. Tocó su frente, y sus dedos quedaron impregnados de su sangre. Aquella herida sería el recuerdo de un primer encuentro. Kunikida se temía que no fuera el último.



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Cuando estaba escribiendo el inicio del capítulo me imagine el auto estrellado de Kunikida, Yosano peleando a muerte con Kunikida, Atsushi medio boribundo tirado en la calle mientras Kenji le habla de su vaca, y Osamu robando la libreta de Doppo mientras este está distraído.

Y no sé, lo vi como algo muy posible. 

El rey celeste  [KunikiDazai]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora