IV. Los espíritus del pasado.

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—Era japonés, aunque tenía el cabello rubio. Era alto, de aproximadamente un metro y ochenta centímetros de altura. No pude identificar su vestimenta, ya que estaba cubierto de pies a cabeza por una capa de azul celeste. Poco después de dispararme huyó, y dada la situación con el incendio no pude perseguirlo. Atsushi-kun me salvó tras saltar a la azotea y bajarme del edificio —explicó Kunikida ante todos los detectives presentes.

La habitación estaba inundada de sombras. En sus ojos, la luz del proyector titilaba como diminutos pececitos blancos. Los lentes de Kunikida parecían pequeñas pantallas cuadradas y brillantes. De haber podido ver a través de aquel brillo, hubieran visto la mirada pensativa de Kunikida.

En todo aquel revoltijo de flamas y cenizas sólo murió el jefe de aquellas oficinas. Tras apagar el incendio e inspeccionar el edificio, se había encontrado su cadáver en su propia oficina. Al principio se creyó que había muerto a causa de la intoxicación por el humo, no obstante análisis posteriores dictaminaron que había sido un asesinato. Desde entonces, Kunikida sentía que las palabras de aquel sujeto le revotaban dentro de su cabeza.

Aquel hombre bien podría ser el culpable, no obstante, al entrevistar a los empleados, todo se había tornado un poco más complejo que sólo apuntar con el dedo y culpar a alguien. Según ellos, todo había estado normal desde que llegó hacía dos meses, o normal hasta donde la tiranía de su jefe lo permitía. Según afirmaban, era peor que basura con ellos, y sólo esperaban que lo ascendieran pronto para que pudiera dejarlos en paz. Aquel suceso, aunque tétrico, había sido una respuesta a sus plegarias.

«Todos pueden ser sospechosos.»

Sin embargo, ninguno de ellos podía ser el autor del crimen, puesto que nadie entraba en la descripción que Kunikida y los testigos habían formado de ese hombre. Sin importar cuando preguntase, todos discordaban en su imagen del autoproclamado rey, cuya sombra se ensombrecía más con el bullicio de cada oración. Aún así, las voces se unían al unisonó cuando llegaban al rostro, ya que nadie había sido capaz de verlo. Era lo único en lo que concordaban. Kunikida suspiraba de decepción cada vez que lo recordaba.

—No se pudo confirmar que fuera un usuario de habilidad, así que sólo nos resta dejar el caso en manos de la policía —sentenció el director, Fukuzawa Yukichi, tras beber un sorbo de té—. O, en su defecto, esperar a que Ranpo vuelva. Hasta entonces, este caso no nos incumbe.

La reunión terminó más pronto de lo que pensó. Juntó algunos papeles y los archivó antes de volver a su escritorio. Justo cuando iba a sentarse, recordó que debía pasar por la enfermería para que Yosano-sensei le curase la herida, como hacia diariamente desde hacía cuatro días.

—No está. Fue de compras con el pobre de Atsushi-kun —le informó Dazai un momento antes de que Kunikida abriera la puerta de la enfermería.

—No hay problema, puedo hacerlo por mi mismo —dijo Kunikida, entrando de todos modos.

La enfermería estaba sumergida en las sombras cuando entró. Encendió el interruptor, y la luz desplazó a la oscuridad con un breve chasquido. Kunikida fue hacia las estanterías y sacó un poco de ungüento, unas cuantas gasas y un poco de algodón. Dazai había entrado al mismo tiempo con él y lo había visto tomar cada una de esas cosas. Kunikida mentiría si dejara que no le ponía nervioso.

—Ah, no tienes remedio, Kunikida-kun —dijo Dazai negando con la cabeza. Se acercó hasta él, y deslizó su mano desde su codo hasta el antebrazo, hasta dejar su mano a tan sólo unos centímetros de su muñeca. El tacto irradió escalofríos por todo su brazo—. Déjame ayudarte, lo haré por ti.

El rey celeste  [KunikiDazai]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora