XXVIII. El atardecer que dejo caer.

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No sabía lo que estaba haciendo.

Oh, bueno. Era una mentira para sí mismo.

Obviamente sabía que hacía, y las consecuencias que tendría, pero era diferente. Sentía la cabeza en las nubes, como si tuviera el cráneo lleno de algodón. Cuando le pidió a Kunikida que lo acompañara a la dulcería, sus palabras sonaron como ajenas en sus oídos.

Salieron a la acera en el momento en que el sol estaba por ocultarse. Kunikida fue hacia la izquierda, en busca de su auto. Ranpo lo detuvo.

—Vamos a pie.

—¿Seguro?

—Sí. Hace un excelente clima para caminar un poco.

Kunikida puso una cara muy similar al desconcierto. Aun así, no dijo nada más, y sus sombras juntas se encaminaron hacia la derecha.

Había muchas nubes en el cielo, desgarbadas, desbaratadas, muy similares al algodón de azúcar. En cierto momento, los últimos rayos de sol las golpearon, y se tiñeron de un intenso color carmesí. Ranpo creyó que Kunikida también miraba las nubes, sin embargo, lo descubrió con la mirada al frente. No sabría decir donde estaba su mente.

Caminaron por varias cuadras en un silencio ficticio. El ruido de los automóviles, las parejas que charlaban por la calle, el opacado griterío de las gaviotas. Todo era un revoltijo de ruidos que sólo le enredaban las ideas, y mantenían su boca cerrada.

Cuando la dulcería estuvo al alcance de su vista, supo que era hora de hablar. Y a pesar de que su corazón no latió desbocadamente, como solía hacer tras correr unos metros, si sintió una profunda pesadez en él, como si una piedra hubiera caído en cualquiera de sus dos ventrículos.

—Kunikida —le llamó para atraer su atención, y él lo volteó a ver. Tener sus ojos sobre él lo hizo todavía más difícil de lo que pensó—, ¿sabes lo que estás haciendo?

Doppo ni siquiera se sorprendió. No abrió los ojos, como si se le fueran a salir. Tampoco abrió su boca. No hizo ningún afán de sorpresa. Sólo desvío la mirada al frente, como había hecho desde el principio de su recorrido, tal vez desde mucho tiempo atrás.

—Sí —respondió Kunikida, sin dudas, sin temores, como si le hubiera preguntado la más banal de las cosas—. He planeado todo de forma que la agencia no resulte dañada. Ninguno de ustedes tendrá nada que ver con este asunto.

—¿Sabes lo que estás haciendo? —preguntó con más gravedad, con los pies más hundidos en la desesperación, con un murmullo que luchaba por no ser un grito.

Kunikida no contestó.

—¿Qué quieres conseguir?

—Impartir justicia. Vengar a mi familia.

—Aquella persona en la División Especial, el impostor del Rey Celeste, es tu medio hermano menor —No era una pregunta, y Kunikida lo sabía—. ¿Por qué quieres hacer esto?

—No quiero, pero tengo que hacerlo. Por mi familia, por mis ideales.

—¿Y Dazai?

—Intenté alejarlo, pero no pude —contestó sin vacilar. Su rostro no expresaba emoción alguna más allá del cansancio—. Aún no sé qué haré con eso.

No tardó en avistar la dulcería, aquel pequeño local inaugurado hacia tan poco, al que Poe lo había acompañado. ¿Cuánto tiempo había pasado desde aquello? Sabía los días exactos, y sin embargo no entendía porque parecían tan lejanos, tan empañados de una perfección inmerecida. ¿Así eran los actuares de la melancolía?

Miró a Kunikida, y en su mente se abrieron los recuerdos de otro Kunikida, de otro detective. Sentía que lo conocía desde siempre, y a pesar de ello también tenía el pesar ambivalente de no reconocerlo en absoluto. ¿La melancolía, tan pronto, ya los había alcanzado?

Y aunque la tristeza le inundaba su pecho tan altivo, ver a Kunikida así, tan resignado, tan dado al fracaso, lo llenaba de ira y rencor, pero sólo era su propio egoísmo y desasosiego hablando por él.

—No le diré nada a nadie —dijo Ranpo, sin atreverse a ver a Kunikida a los ojos—. Pero, si el director me pregunta algo, se lo confesaré todo.

No quiso ver el rostro de Kunikida. ¿Qué habría en él? ¿Tristeza? ¿Esperanza? ¿Agradecimiento? No paraba de hacerse tonto a sí mismo. Él ya lo sabía todo.

—Gracias, Ranpo-san —le agradeció Kunikida, y se adelantó a la dulcería. Le abrió la puerta, y le dedicó una sonrisa cansada, resignada, repugnante—. Por hoy, yo invito lo que quiera.

Ranpo le sonrió, como si no estuviera hirviendo en su propia frustración. La dulcería entera no bastaría para cambiar la amargura que sentía dentro. 



El rey celeste  [KunikiDazai]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora