VII. Los recuerdos ocultos bajo el polvo.

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Cuando lo encerraron en la punta más alta de la torre no se sintió en lo más mínimo como una princesa. De hecho, se sintió como el prisionero más peligroso del mundo, con un historial de crímenes tan brutal que se veían obligados a condenarlo a la soledad.

«Aunque mi único crimen fue ver a los ojos al jefe de la Port Mafia...»

No obstante, pese a la necesidad perpetua de exponer su inocencia, la realidad es que aquello no se parecía en lo más mínimo a una prisión. A través de las ventanas diáfanas podía observar toda la extensión de Yokohama a sus pies, incluido el basto océano fundiéndose con el cielo en el horizonte. Sin importar la belleza del paisaje, Atsushi entendió la amenaza muda de la altura.

«No hay otra forma de escapar más que saltando, y moriré si salto —había razonado mientras miraba a los mafiosos, tan pequeños como hormigas—. Podría usar al tigre, pero tampoco sería muy útil.»

Esa clase de pensamientos habían sido comunes en los últimos dos días, cuando no podía decidir entre ver televisión, leer o mirar por la ventana. Al principio trató de usar la pantalla enorme que había en la habitación, pero por más que quiso no pudo concentrarse. Alguien, desde la profundidad de su mente, le gritaba que no debía estar ahí. Le perturbaba bastante que aquella voz sonara tan similar a la de Kunikida. Por ello, era común que terminara frente a la ventana, sintiendo la suavidad de la alfombra con la planta de sus pies.

Con la caída de la tarde acudía a su pecho un visitante indeseado. La ansiedad se derretía sobre su corazón, e inyectaba su veneno en su pobre tranquilidad. A causa de eso, apenas y si había tocado la esponjosa y enorme cama occidental en el centro de la habitación. La desesperación consumía sus pensamientos como una nube de humo, e intoxicaba sus más breves sueños.

«Debería estar en la agencia ayudando a los demás —pensó mientras le cosquilleaban las pronunciadas ojeras debajo de sus ojos—, no aquí en calidad de prisionero.»

Había sido fácil ignorar esos pensamientos al inicio, pero conforme pasaba más tiempo sentía como los recuerdos arribaban a su puerto. Las voces de a poco se hacían más fuertes, y la comida perdía sabor a cada día, por mucho que el excelente cocinero de la Port Mafia se esmerara. Si la situación continuaba así, no sabía cuanto aguantaría.

«¿Realmente seré tan inútil? —pensó, siendo testigo de la caída del sol más allá de las montañas—. ¿Me necesitaran ahora mismo? ¿Me extrañaran tanto como yo lo hago?» Le hubiera encantando que cualquiera de sus compañeros le hubiera respondido, aunque sea con monosílabos.

Y mientras la oscuridad tomaba Yokohama —y parte de su alma—, acontecieron tres golpes en la puerta, rápidos y determinantes. Atsushi, con los nervios en punta, se puso en pie de un salto.

—¿Quién es? —la voz le tembló un poco.

—¿Puedo pasar? —preguntó una voz ronca desde el otro lado de la puerta. A Atsushi no le costó identificar la voz de Akutagawa Ryuunosuke, el perro de la Port Mafia.

—Sabes mejor que yo que no tengo la contraseña —gritó Atsushi, a la defensiva.

—En eso tienes razón. La tengo yo. ¿Puedo pasar?

Atsushi no supo que responder. No le cabía en la cabeza que Akutagawa le pidiera permiso, y menos para entrar en su celda.

—¿Por qué no entras y ya?

—¿Puedo pasar? —repitió, aunque en un tono mucho más molesto y sombrío.

Atsushi se debatió varios segundos, en los cuales el silencio le hizo creer que Akutagawa se había hartado y se había ido. La profunda tos de Ryuunosuke le hizo ver que no.

El rey celeste  [KunikiDazai]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora