XL. Adiós.

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Cuando la lluvia aminoró prosiguieron con su camino al sur. Los caminos intransitados poco a poco se volvieron más aventurados, convirtiéndose en una apuesta contra el destino. Con cada patrulla que miraban en el camino Kunikida se volvía pálido como el papel. Dazai estaba lejos de sentir algo similar al temor por las autoridades.

—¿Lo saludo?

—¡No te atrevas!

—¡Oficial! ¡Hola! —gritó Dazai por la ventana, sacudiendo su mano en un saludo. Kunikida lo tomó del cabello y lo metió de nuevo en el auto. Hecho un manojo de nervios, trató de perderse entre los numerosos autos de la carretera. Todo eso mientras Dazai parecía desbaratarse de la risa—. No seas así, Kunikida. Era obvio que no me escucharían.

Los cúmulos se alejaron cada vez más, y su espíritu gris se pintó de rosa conforme llegó el atardecer. El mar, al principio una mancha de brillos en el este, se engrandeció hasta formar un lienzo azul sobre el celeste del cielo, y luego se tiñó con los colores del ocaso, haciendo de él un camino de oro.

—¿Ya casi llegamos? Nos estamos quedando sin combustible —preguntaba Kunikida cada que veía la playa por la ventanilla de Dazai, y cada que el sol se inclinaba más hacia las montañas del oeste.

—Sólo un poco más —contestaba Dazai en cada ocasión.

La carretera no era muy transitada. El ir y venir de un auto cada cierto tiempo era motivo de ansiedad para Kunikida, pero para Dazai era una mera distracción, y una excusa para tomar la mano de Doppo bajo la intensión de tranquilizarlo. A pesar de todo su historial, aquello sólo conseguía ponerlo todavía más nervioso. Aquel agarre solo se interrumpió cuando Dazai de pronto alzó el cuello, y anunció a Kunikida la llegada a su destino.

Kunikida salió de la carretera, y se estacionó en un mirador. El concreto estaba húmedo. Los charcos formaban decenas de espejos donde ver el cielo y así mismos. Kunikida caminó hacia el mar, fragmentando uno de aquellos espejos. Entre el mar y él se interponía una barrera de piedras y cemento, con un letrero que prohibía a los turistas subirse a la barricada. Aquella protección se extendía tan sólo un par de metros a cada lado: El resto sólo tenía maleza. Se asomó por encima del muro, y divisó un enorme acantilado. Al fondo, las gaviotas volaban entre las rocas sobresalientes en el mar, cuyos cuerpos se perdían en sus profundidades.

Más allá al este, por delante del fin del mundo, la sombra de un gran barco de carga navegaba con lentitud y parsimonia, como una hoja a merced del viento.

Dazai se puso a su lado, con la brisa meciéndole el cabello. Al ver la altura, soltó un ligero silbido.

—Una caída aquí sería el fin.

—Sin duda.

—¿Y?

—¿Qué?

—¿Cuándo saltaremos?

—¿Quieres saltar ya? —preguntó Kunikida, con la mirada fija en el buque. Parecían estar descendiendo algo.

—Para eso vinimos, ¿No? Aunque pocas personas cruzan está carretera, aún traemos la misma ropa, por lo que podrían reconocernos fácilmente. Lo mejor es hacerlo rápido.

Kunikida lo miró a los ojos por unos segundos. No encontró diversión en los ojos ajenos. Sólo una extraña película de paz.

—Entonces hay que hacerlo.

El rey celeste  [KunikiDazai]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora