XXXIV. La sombra de la noche nos está alcanzando.

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La sombra del sol se fusionó con la sombra de la noche, y dio lugar a un espectro en vida, un momento en el que no se sabía si el día había terminado o estaba por comenzar. Akutagawa, dándole la espalda al oeste, de alguna forma estaba más inclinado hacia la luna y su manto de noche.

Detrás de él se alzaba una enorme bodega, abandonada desde hacía años y acordonada recientemente por los policías, bajo la justificación de qué, cualquiera de esos días, se caería sin más. El anuncio de demolición marcaba su fin a tan sólo tres días.

«Que cosa más extraña. Cuando uno está cerca del final, ve el final en todos lados.»

Y así era. El pequeño río a sus pies, que atravesaba la bodega de extremo a extremo, también parecía a punto de secarse. Todo cuanto lo rodeaba parecía estar a punto de morir. Excepto una cosa.

El viento sopló, y meció a las hierbas que crecían a lo largo del río. Akutagawa tosió, y se acomodó su gabardina. Esperando ahí, pacientemente, no podía evitar sentirse como un animal amaestrado, idea que, si bien antes lo hubiera hecho colmarse de ira, ahora no le incomodaba tanto. Cerró los ojos, como intentando que el viento fresco de la tarde lo consolara con la ambigüedad de sus pensamientos.

Todo había comenzado a ser extraño desde que vio a Dazai-san y al hombre de la libreta en el bosque. En su mente permanece inalterable el brillo esmeralda de las hojas, y los rayos cegadores del sol. Las sombras de las hojas se mecían entre el océano de luz, sólo flotando, sólo existiendo. Y allí, bajo la lluvia de sol, estaban ambos. La cara siempre imperturbable y burlona de Dazai-san no le intimido en lo más mínimo, pero, ¿Qué hacía Kunikida Doppo ahí?

— Ninguna bomba debe explotar hoy en Yokohama. Si eso llega a suceder, cualquier duda sobre tu ineptitud me será despejada, y ya nada podrá hacerme cambiar de parecer —había dicho Dazai-san, con la voz empapada de algo muy semejante al desprecio.

Y, sin embargo, Akutagawa no resintió en lo más mínimo sus palabras.

—En realidad, sólo vine por un compromiso, por el mero vínculo de maestro y alumno que nos une. Sus palabras me son insípidas ahora, Dazai —Hubiera querido decirle, ofrecerle sus palabras cubiertas de sangre seca. Pero considero aquellas palabras vanas, y temió que Dazai las apreciara como absurdas, y desistió, aunque sus ideas permanecieron irrevocables en su mente.

Las palabras de Dazai solían ser como cuchillas, filosas y frías, que iban a clavarse a cualquier parte de él que sintiera dolor. Dazai tenía un don para encontrarlas. Sin embargo, aquellas palabras dichas en un día cualquiera, le cortaron de un modo distinto, de una forma que no dolió, y, por encima de todo, que no le importó. Las heridas yacían ahí, hastiadas de costras, pero él se sentía inmortal. ¿Qué es una herida cuando eres ajeno a la muerte? Sabía que no era así, aunque no podía evitar el sentimiento.

Y luego, después de aquella vana amenaza encubriendo un favor, se fue con una misión en las manos, y con una persona en la mente.

Atsushi y él se habían visto hace tres días. Habían comprado algo para cenar, y habían rentado una película. En la tranquila oscuridad del apartamento de Akutagawa, se durmieron acurrucados mientras la película contaba su historia, y la de ellos recién nacía.

—Creo que el fin de semana tengo el sábado libre. ¿Está bien si vuelvo a venir? —le había preguntado Atsushi cuando se despertó a la mañana siguiente.

La luz blanca se filtraba por la ventana y rebotaba sobre su cabello albino, creando en torno a él una aureola pálida que lo teñía todo del color de un sueño etéreo. Su rostro sonrojado, apenas unas motitas rosas en sus mejillas, le daban un aire de ternura que lo impulsa a comérselo a besos.

El rey celeste  [KunikiDazai]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora