XXXVII. Paz.

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Ahí estaba de nuevo. El bosque brillaba como una esmeralda en bruto, y las sombras permanecían estáticas ante la ausencia del viento. Allí, a la sombra de un enorme árbol, estaba Tatsuo, y Yoko, y su madre, y al hombre que estuvo a punto de llamar padre.

Estaban de pie, solemnes. Detrás de ellos había una mesa de madera, de aquellas que se podían encontrar en un parque. Kunikida les preguntó porqué no se sentaban. Tatsuo replicó que ya habían pasado años sentados ahí, esperando.

—Pero hoy ha acabado todo gracias a ti, ¿no es verdad? —dijo Tatsuo, con una sonrisa triste.

Kunikida, sin poder evitarlo, agachó la mirada.

—Hice cosas horribles...

—Sin embargo, lo hiciste por nosotros, de la misma forma que yo lo hice. ¿Soy alguien ominoso para ti?

—Claro que no.

—Entonces ya sabes lo que pensamos de eso —concluyó Tatsuo, y tomó la mano de su hermana Yoko, hasta acercarla a Kunikida. La niña sonrió, con sus mejillas teñidas de rosa.

—Gracias, hermano.

Con todos sus sentimientos envueltos en una vorágine en su garganta, se agachó a la altura de Yoko, y la abrazó, como pocas veces hizo en vida. Tatsuo se unió al abrazo, abarcándolos tanto como podía, no lo suficiente como su afecto hubiera querido.

—Nuestra vida empezó como esclavos del miedo y la desesperación —dijo su madre, acercándose a ellos. Como si de un niño se tratase, puso su mano sobre su cabeza, y acarició su cabello. Por alguna razón, ahí era brillante, y tan largo como alguna vez lo fue—. Pero ustedes siguieron, se fueron, y regresaron a nosotros como reyes. Estoy orgullosa de ustedes.

Y se abrazaron, por una infinidad ajena al espacio, extraña al tiempo mismo. Por un instante perdido en un rincón de un mundo fragmentado, la tristeza no figuró en sus mentes, y pudieron quererse sin otra cosa que felicidad en sus corazones.

Aquel hombre puso una mano en el hombro de Kunikida, y le sonrió antes de alejarse hacia el horizonte. Su espalda se difuminó poco a poco en un azul celeste, tan opaco como la niebla, hasta que se perdió al igual que un espectro.

Yoko fue la segunda. Kunikida tomó su mano por última vez antes de verla correr hacia la misma dirección, y perderse de la misma forma.

Su madre fue la siguiente. Le besó la mejilla, y no se despidió. No hacía falta.

—Me alegra saber que pudieron encontrar la paz. ¿Tú pudiste hallarla, hermano?

—Los encontré, a ellos y a ti. Esa es mi paz, y es suficiente para seguirlos —confesó Tatsuo, viendo al horizonte difuso, como el borde del fin del mundo—. ¿Y tú? ¿Encontraste paz?

Por un instante, como la iluminación súbita de una cámara, lo vio. De pie ante el viento de la realidad, aguardando por él, se encontraba Osamu, mirándolo a los ojos.

Kunikida cerró los ojos, y esbozó una sonrisa en su rostro.

—Sí, pero será breve.  



El rey celeste  [KunikiDazai]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora