XXXII. Nada te detendrá.

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La luz amarillenta parpadeaba en la habitación, lo que hacía parecer a aquel cuartucho todavía más miserable. Sólo había una cama, cubierta con sabanas amarillentas y deshiladas. Kunikida oía pequeños y acelerados pasos, probablemente de cucarachas o ratones entre las paredes. Pero eso era lo último que quería saber en aquel momento.

Acontecieron tres golpes en la puerta, lentos, separados por un segundo. Kunikida se levantó, y abrió la puerta, encontrando a Dazai con gasas, algodón y alcohol en sus manos.

—Fue todo lo que me pudieron dar en recepción —dijo Dazai, y dejo todo sobre la cama. Desvió la mirada hacia la esquina de la habitación, donde estaba una bolsa negra con sus ropas ensangrentadas—. ¿Pudiste ducharte?

—Sí, aunque el agua estaba fría.

Dazai sonrió.

—Bueno, es un hotel de mala muerte, nunca hay que esperar mucho de estos sitios. Solía venir aquí cuando estaba en la Port Mafia, cuando sólo quería perderme un rato. Nadie pregunta nada, y, de hecho, todos los que están aquí son como nosotros.

—¿Han matado a alguien?

—Sino es que cosas peores —contestó Dazai aún con su sonrisa, aunque su voz fue carente de emoción—. Quítate la camisa y siéntate.

Kunikida no dijo nada, ni tampoco hizo otra cosa que no fuera obedecerlo. Se quitó la camisa barata que Dazai había conseguido quién sabe dónde. Debajo de ella, punzaban una miríada de cortes sangrantes y moretones. Creyó que no era tanto, sin embargo, la mueca de Dazai le hizo ver otra cosa.

—¿Puedes respirar sin esfuerzo? —le preguntó Dazai, y se acercó hacia él, zigzagueando entre la cama y el estrecho pasillo.

—Creo que sí —dijo dubitativo. Dazai llegó hasta él, y puso sus manos frías sobre su abdomen, justo debajo de las costillas. No pudo evitar contraer el abdomen, de la misma forma que no pudo retener un quejido de dolor.

—¿Te duele aquí? —interrogó Dazai. Sus dedos gélidos recorrían su piel cálida, presionando un poco de vez en cuando. Kunikida apretó la mandíbula, pero negó todo—. Al parecer no tienes ninguna costilla rota. Eso es bueno.

Con la misma mirada aburrida, Dazai se regresó a la cama, y palmeó la esquina. Kunikida hizo una mueca antes de tomar la resignación entre sus manos y sentarse en la cama en medio de dolidas exhalaciones.

Dazai le apartó el cabello de la espalda, y se quedó un rato así, sin hacer nada.

—¿Es muy grave?

Dazai siguió sin contestar, hasta que de pronto sólo sintió la frialdad y repentina crudeza de una bola de algodón impregnada de alcohol.

—Tienes algunos cortes, pero nada grave. Estaba contando tu frecuencia respiratoria. Todo parece bien.

Sintió una grieta arder, como si sus tejidos no tuvieran forma de gritar su dolor y lo canalizaran a él.

Tuvo que reír para no quejarse.

—¿Seguro que tú no eres el doctor de la agencia?

No hubo ni siquiera un monosílabo. Sólo el silencio, y el mudo clamor de sus heridas.

—No tienes porqué hacer esto, Dazai. Déjame, aún tienes tiempo de ir a la agencia y arreglar las cosas...

El rey celeste  [KunikiDazai]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora