XXIII. Lo que sólo existe en tus ojos.

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Para el momento en el que el sol se estaba ocultando en las montañas, dejando detrás de sí sólo una estela escarlata, todas las bombas habían sido desactivadas. Sin embargo, una había sido más peculiar que otras.

Delante de Kunikida, la vieja librería se alzaba por encima de él más como una vieja casa que como una tienda de libros. La madera se exponía frágil bajo los últimos rayos del sol, y las grietas se expandían por todo el lugar como raíces de la vejez. Al recorrer la endeble puerta, se encontró con montones de libros viejos apilados en columnas amarillentas y torcidas. Al fondo de la habitación, dónde la luz no alcanzaba a llegar, se percibía un llanto. Una anciana, presumiblemente la dueña, sollozaba con el rostro hundido entre las manos.

Kunikida se acercó a ella, evitando tirar los libros tanto como pudo. Allí, a tan sólo un metro de la señora, su llanto era mucho más fuerte y emotivo. Un nudo se alojó en su garganta, y por instantes no supo cómo comenzar a interrogarla.

—Mi hijo... Mi hijo está arriba... —sollozó la mujer, y con la mirada le señaló las escaleras. Las lágrimas arrugaban sus palabras, pero de alguna forma Kunikida pudo entenderlas. Le agradeció la comprensión, y fue hacía donde ella había indicado.

Subió por las estrechas escaleras, rechinantes y sucias, hasta que llegó a un pequeño pasillo igual o más oscuro que la habitación anterior. Inmediatamente a su izquierda estaba una puerta abierta, y a través de ella pudo ver la espalda de Dazai.

—Ah, que envidia... —musitó Dazai, con la mirada fija en el cadáver que colgaba de la soga—. Oh, ya llegaste, Kunikida. El perro hizo un buen trabajo, ¿verdad?

—Supongo que sí.

Entró en la habitación, y sin querer pateó una lata de cerveza que fue a parar a una silla derrumbada sobre el suelo y ropa sucia. Por encima de la silla flotaban un par de pies descalzos. Al alzar la vista, Kunikida se encontró con el pecho desnudo del individuo cubierto por un paquete negro. Enfocó la vista, y observó en toda esa maraña de cables una pequeña pantalla negra. No fue hasta que se concentró bien en los detalles que se percató de lo que realmente tenía ante sus ojos.

—¡Cuidado, la bomba esta...!

—Desactivada —concluyó Dazai. El paquete, en realidad un reloj digital con más cables que estructura, mostraba unos números en su pantalla; Se había detenido cuando faltaban diecisiete segundos para estallar—. La bomba estada programada para no estallar, pero este sujeto creyó que lo haría, por eso se quitó la vida. Era demasiado estúpido para ser un Yakuza.

—¿Un Yakuza?

—Así es, pero al parecer sólo jugaba a serlo. Sólo era un delincuente que se metía en problemas y golpeaba a su madre.

—¿Cómo está la señora con la noticia?

—Afligida, como toda madre, aliviada como toda víctima. Amaba a su hijo, pero el problema se le había salido de las manos —De pronto, Dazai se calló, y pareció dudar de lo que estaba a punto de decir—. Se negó a dar testimonio alguno sobre el Rey Celeste, dijo que él los había salvado de algo peor. ¿Puedes creerlo?

En eso, llegaron más oficiales, y les pidieron que abandonaran la escena. Dazai bostezó antes de obedecer, pero lo hizo. Él no pudo hacer lo mismo. Los escuchó, y trató de hacerlo, en vano. Los pies que deseaba mover no lo hacían, y la mente que quería guiar se revelaba, todo de repente se giró para servir a sus ojos, que no se despegaban del cadáver.

¿El Rey Celeste cómo salvación?

La pregunta giraba en torno a su mente como todo en aquel día. A esas alturas, todos los pensamientos le sabía igual: A tragedia.

El rey celeste  [KunikiDazai]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora