XXX. Lo que tanto esperé.

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Sólo había una línea de luz en el lugar. Lo único que se escuchaba era una gota de agua en otro lado. Y, sin embargo, sabía lo que había sucedido como si todas las luces del mundo lo siguieran, como si el mundo entero hubiera escuchado su orquesta de escándalos.

Sentía la cabeza caliente, llena de pensamientos igual de febriles. En su boca permanecía el sabor al metal, una sensación obstinada que no se iba La sangre no paraba de salir de su nariz, ni de su labio roto. Su propio corazón navegaba en una hemorragia no figurada en sus lesiones.

Había mechones de cabello dorado repartidos por todo el piso. No había espejos, pero las lagunas de ardor en su cabeza le decían todo lo que necesitaba para entender. Su libreta, aquella libreta común que uso en la cafetería, estaba echa trizas en una esquina de la habitación. Kunikida no pudo evitar pensar que había manchado su normalidad con sus particularidades, y por ello había acabado así, rota en un lugar abandonado por todos. ¿Era eso lo que Ranpo estaba tratando de advertirle?

Un gemido de dolor lo distrajo. Dejó de ver la libreta, y observó a Hiroshi, que asimismo lo veía desde el otro extremo de la habitación. Le gritaba algo a Doppo, palabras trastornadas por el miedo que se desbarataban aún más entre su boca amordazada.

Kunikida avanzó hacia él, a pesar de que, sin sus lentes, sólo caminaba hacia una mancha gris sobre un fondo un poco más gris. Pateó la cabeza de un hombre durmiente, por accidente, y estuvo a punto de pedir disculpas. La carencia de arrepentimientos no le permitió decir nada. Al igual que él, había muchos otros. El carmesí que los cubrió los disfrazaba de una muerte que no tenían. Kunikida se había encargado de ello, al igual que se encargaría de entregársela a quien sí la merecía.

Cuando la mancha gris se volvió un poco más nítida, extendió la mano, y tomó la mandíbula de aquel hombre entre sus dedos. Hiroshi estaba atado en una silla en medio de la habitación, un cuartucho con nada más que una pequeña ventana y moho. Sus hombres eran apenas una decoración más en el piso.

Hiroshi era un poco mayor que él, tal vez por unos años. Tenía una barba de algunos días, y decenas de indefinidas cicatrices distribuidas a lo largo del rostro. Dentro de su boca, entre sus labios amordazados, se alcanzaba a distinguir una mancha más gris, más letal.

—¿Cómo murió mi madre? —le preguntó Kunikida. El hombre se congeló, y su interminable balbuceó se interrumpió—. ¿Cómo murió mi madre? —repitió Kunikida. El hombre quiso decir algo, y Kunikida le dio la oportunidad de responder. Le quitó la mordaza, y de inmediato el criminal escupió una esfera metálica, apenas del tamaño de un higo pequeño.

—Yo no vi nada —exclamó el hombre, desesperado—. Te juro que no vi nada. Y-Yo sólo me encargué del fuego. ¡Él me ordenó que quemara la casa! ¡Todo fue su culpa! ¡Todo!

El hombre comenzó a sollozar. Kunikida asintió, y lo dejó llorar. Se agachó, y trató de adivinar donde había caído la bomba. Al hallarla, se acercó de nuevo al hombre, y en contra de su voluntad la introdujo de nuevo en su boca.

El hombre suplicó en una suerte de balbuceos grotescos. Él ya no tenía tiempo para ellos. Apretó el botón, y en un segundo una capa escarlata lo cubrió como no lo había hecho las veces anteriores. Cálida y fétida, repugnante y caótica. Eran tantas sensaciones, anuladas entre sí, tragadas por sí mismas.

Escuchó unos pasos, fríos, secos. El último paso antes de detenerse detrás de él fue húmedo y cálido. Era probable que no fuera la primera vez que él pisaba un charco de ese color. Y a pesar de eso, sin importar las sospechas que guardaba sobre su historial, sin caer en cuenta de las cosas que él mismo le había contado, Kunikida no se atrevió a voltear.

—No conocía este pasatiempo tuyo, Kunikida —murmuró Dazai, oculto en las tinieblas que Kunikida se rehusaba a ver.

Los pasos siguieron, firmes, húmedos. Kunikida movió los dedos, con la palma de su mano cosquilleando por alzarse y cubrir la imagen nauseabunda del cadáver. Pero no hizo nada. Ya había cubierto el sol con un dedo por demasiado tiempo.

Y cuando su pecho más burbujeaba de ansiedades, cuando sintió que se le detendría el corazón por tan pesados actos, Dazai tomó su rostro entre sus manos, y lo obligó a verlo a los ojos, aquellos ojos marrones con tantos secretos, con tanta tranquilidad a pesar de la viscosidad que impregnó sus dedos al tocarlo. Y suspiró como si las preocupaciones se le hubieran acabado al encontrarlo.

—Ahora lo entiendo todo... —murmuró Dazai, y acarició su mejilla con el pulgar, manchándola todavía más, trazando en sus ojos gruesas y tibias lágrimas de sangre—. La visita con el prisionero, la promesa en tu libreta, todo eso y más... Todo fue un engaño. Lo que realmente deseabas era eliminar pruebas, cuidar tu habilidad. ¿No es cierto? Ah... Todo era una vil mentira. Tú eres el Rey Celeste.

Las palabras flotaron en el aire por segundos, pero Kunikida podía jurar que las vería por siempre en su eternidad.

—Tienes razón. Todo lo que has dicho es verdad. Yo soy el Rey Celeste.

Dazai soltó un jadeo, tal vez de sorpresa, tal vez de burla. La sonrisa naciente en su rostro era indiferente a lo que Osamu pudiera pensar. Pero sus ojos, sus orbes se ahogaban en su propia pupila.

—¿Por qué, Kunikida? —Su voz era un susurro, como las motas de polvo que nadaban en la diminuta cascada de luz.

Sigiloso como las sombras que se escurrían tras la ventana, Dazai deslizó sus brazos por entre su cuello, y lo abrazó. Le acarició la espalda, dulcemente, como si supiera los moretones que la cubrían. Pasó sus dedos entre su cabello, y masajeó su cabeza. Lo abrazó todavía más fuerte, y obligó a sus corazones a encontrarse cara a cara a través de la ropa. Allí, frente a frente, latido a latido, Kunikida pudo permitirse abrazarlo de vuelta.

—¿Por qué lo hiciste?

Cerró los ojos, y dejó que su calidez lo arrullara. Se olvido del cadáver, y de la sangre que lo empapaba. Sólo se quedó con su calor, y la agradable comezón de su cabello castaño en su rostro.

—Aún no puedo decírtelo.

—¿Por qué?

—No quiero que seas mi cómplice.

Dazai río, suavemente, como si le hubieran hecho cosquillas.

—Estamos abrazados sobre la sangre de alguien más, mientras los cadáveres son testigos de algo que ni tú ni yo podemos nombrar. Suena al crimen perfecto. Sería un placer presumir de él.

Kunikida negó con la cabeza.

—No digas eso. Sólo hay que cambiarnos de ropa, ocultar pistas...

—Y Ranpo no tardará más de un segundo en deducir lo que ya sabe.

El silencio llenó los huecos que su abrazo no alcanzaba a cubrir, y la oscuridad de la noche no tardó en llegar a ellos, a pesar de lo largo que solía ser el atardecer. Los días de invierno habían llegado a ellos.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué?

—¿Me vas a delatar?

Dazai guardó silencio por unos instantes, y lo abrazó con más fuerza, como si el comentario hubiera sido la peor de las acusaciones.

—Oh, Kunikida —murmuró, y se alejó de él. Sus ojos castaños bullían en un carmesí ignoto para él—. Cuando veas lo que haré, desearas que te hubiera delatado. 



El rey celeste  [KunikiDazai]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora