XX. Florecer en invierno.

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De alguna forma, siempre que recuerda a la Port Mafia se siente como en un sueño, como si estuviera husmeando en los recuerdos de alguien ajeno a él.

«Si aquel que vivió en la Port Mafia y conoció a Odasaku no soy yo, entonces, ¿quién es este que soy ahora?» Solía pensar eso a veces, cuando los pensamientos comenzaban a desbordarse y delineaban el límite con preguntas ilógicas.

No le gustaba pensar en el pasado. Le daba dolor de cabeza, le hacía germinar preguntas que no podía erradicar y que terminaban por conquistarle el sueño y la vida.

Sin embargo, trataba de contestarlas, todo el tiempo. Nunca logró encontrar ninguna respuesta.

Ahora, a tantos años de sus tiempos de ser el ejecutivo más joven de la Port Mafia, sus problemas habían tomado un nuevo cauce, al igual que la lluvia que corría por la calle. Por afuera de la ventana se expandía un día gris, empecinado en esconderse tras su manto de lluvia. Dazai miraba las gotas de lluvia por la ventana. Las seguía, y apostaba cuál llegaría primero al marco inferior. No pudo ganar en ninguna ocasión.

«¿Cómo es posible que sea un prodigio y no pueda acertar en esto? —pensó hastiado al cabo de un rato—. ¿Cómo es que alguna vez organice atentados enteros, y ahora no puedo hacer que Kunikida me abra la puerta?» Ese último pensamiento lo devastó.

Desde el último atentado del Rey Celeste las cosas se habían puesto de cabeza, una vez más. No sabían quien era el responsable. El falso Rey Celeste permanecía encerrado, alejado de todo. Debía tener un aliado allá afuera, alguien suplantándolo.

«Alguien suplantando al impostor del Rey Celeste... Esto debe ser un chiste.» Pero no lo era.

Desde entonces, Kunikida no había hecho más que empeorar. Pasaba sus días en la oficina, en la calle, en la Port Mafia, en cualquier lugar que pudiera darle una pista, y, al parecer, Dazai no le servía para eso.

Tenía tanto sin verle. Luego de pasar semanas enteras recolectando información, se había encerrado en su departamento, y no le había abierto a nadie. La última vez que le vio en las oficinas fue hace cuatro días. La ropa le quedaba holgada, y el poco cabello que ahora tenía estaba seco y quebradizo. En aquella esporádica visita ni siquiera lo volteó a ver: Dio sus reportes a la secretaria, avisó que faltaría, y se retiró sin más.

A partir de allí se dedicó a visitarlo. El primer día fue por la mañana. Tocó a la puerta, y todo lo que recibió fue un regaño de Kunikida.

—Estoy ocupado, Dazai. Por favor, vete. Cuando termine con esto te hablaré.

Le hizo caso y se fue. Espero, y siguió esperando, pero nunca aconteció ninguna llamada. Por ello, volvió al segundo día, aunque sólo obtuvo lo mismo, al igual que el tercer día. En ese cuarto día, se había resignado a esperarlo cuanto lo necesitara, y no sabía si eso lo hacía perder la batalla o no.

«Tengo que darle su espacio... ¿no? —pensó, tratando de justificarse a sí mismo—. ¿O tendría que estarle llamando? ¿Debería ir a visitarlo otra vez? Por Dios, es más fácil tender una emboscada que pensar en esto...»

Dejó de mirar por la ventana y se resignó a su derrota. Dejó caer la cabeza contra el escritorio, y se dio pequeños golpecitos contra su superficie, una y otra vez. Tal vez así haría funcionar la bombilla titilante que era su cerebro.

—Dazai-san, deténgase por favor —pidió Atsushi, con gesto preocupado.

—¿Es uno de sus nuevos métodos de suicidio? —preguntó Kyoka.

El rey celeste  [KunikiDazai]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora