Introducción

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—¡Adentro, Guille, ya está la cena!

Él ignoró los pedidos de su madre, estaba muy entretenido jugando a la pelota con sus amigos. Se reía a carcajadas con ellos, tan llenos de tierra y polvo que parecía mejor opción tirarlos dentro de una bañera.

—¡Hágale caso a su madre, chango, pues! —dijo su padre de brazos cruzados en la puerta.

—Aw, pero me ando divirtiendo…

Guille bufó mientras daba pisotones para entrar en la casa. Sintió la pesada mano de su padre sobre la cabeza, le hacía una caricia.

—No la hagas enojar, vamo’ a comer, hijo.

Fue directo al baño para poder bañarse, porque sabía que si se sentaba a la mesa lleno de tierra su madre se enfadaría mucho. Trató de apresurarse, y con ropa limpia y aroma fresco salió para sentarse junto a ellos. Primero los observó, porque sus padres eran muy cariñosos entre sí. Su padre, Alfredo, siempre la abrazaba y le daba besos, y su madre, Estela, a veces lo empujaba porque tenía un carácter difícil, pero por su sonrisa Guille siempre sabía que estaba feliz.

—¿Mañana puedo ir a jugar a la pelota con los chicos? —preguntó Guille luego de beber un trago de agua.

—Mañana nos vamos a Tucumán, ¿te acordás, mi amor? —dijo su madre con una sonrisa—. Tenemos que ir a buscar unos encargues de tu padre.

—Eso, hijo —acotó él—. Te vas a quedar con Don Chicho y Doña Mara unos días, después volvemos y vamos a hacer un rico asado.

Guille sonrió ampliamente para luego asentir. Era usual que sus padres tuvieran que viajar a veces, y él en esas ocasiones se quedaba con sus vecinos que siempre eran tan amables, pues le permitían mirar dibujos animados y jugar hasta tarde. Miró la piel curtida por el sol de su padre y su nariz aguileña que él había heredado, luego miró a su madre, con la piel tan blanca como la luna y una belleza única, que se lucía con su radiante sonrisa.

Cuando su padre comenzó a tocar la guitarra y cantar una zamba, Guille se acercó a él para poder oírlo y prestar suma atención a la manera en que movía sus manos.

A pesar de que ya tenía nueve años, a él le gustaba que su madre lo arropara para dormir. Estela siempre lo hacía para mimarlo, y le leía un cuento mientras le hacía caricias en la cabeza. Cuando Guille se quedó dormido ella le dio un beso y apagó la luz para poder salir de la habitación.

En la mañana fue la última vez que él vio a sus padres con vida. Siempre recordaría el beso y el abrazo que le dieron, el acento porteño de su madre y la voz de su padre al cantar. Porque esa misma tarde, lamentablemente, le había llegado la noticia de que sus padres habían sufrido un accidente. Estela había fallecido al instante en el choque de autos, pero Alfredo luchó por su vida en el hospital hasta que ya no pudo más.

En la casa de los vecinos, Guille no lloró porque aún no caía en lo que había pasado. Solo se quedó en silencio mirando el horizonte, a la espera de que todo fuera solo un mal sueño y ellos regresaran a salvo. Sus vecinos habían llamado enseguida a la familia de Guille en Buenos Aires, quiénes decidieron tomar su custodia.

El funeral de sus padres fue el momento más triste y horrible en su corta vida, porque significaba que era real y que había quedado huérfano, que ya nada le quedaba en el mundo. Lloró hasta no tener más lágrimas, y luego, cuando le tocó viajar a Buenos Aires, pensó que quizá podría morir en el camino también.

—Cuidate, Guille, llámanos de vez en cuando —dijo Don Chicho al abrazarlo antes de que subiera al micro.

—¡Sí, Don Chicho! Voy a llamar siempre —dijo él con una sonrisa y lo saludó con un movimiento de mano.

Como el cristal [ Muñequita #0 ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora