Epílogo I. Promesas

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PROMESAS

—Te espero afuera, cariño.

Mis labios formaron una sonrisa ante las palabras de Eiden, su tono de voz calmado y apacible le mando un pequeño consuelo a mi pecho. Tenía muchas emociones nuevas martillándome el corazón.

Hoy era el día.

Eiden y yo nos mudaríamos a nuestro apartamento. Comenzaríamos una nueva etapa juntos, él y yo, solo nosotros.

Una etapa que sabía no tenía fin, más que evolución. No había manera que después de esto, tomáramos un camino distinto. No lo queríamos, no podíamos. No sentíamos que funcionáramos bien sin el otro, éramos como una obra maquilada y diseñada para funcionar en sincronía.

Aunque claramente, eso significaba que dejaríamos Linston.

La primera acción ya me tenía con las ilusiones y emociones al tope, sin embargo, la segunda me ponía triste, porque sin saber cuándo o exactamente como, le había agarrado un cariño incondicional a este pueblo. Y a las personas aquí, especialmente.

—Está bien, cariño —sonreí y me puse de puntitas para darle un beso rápido en los labios.

Quise pegarme un poco más a él, abrazarlo, que su calor me arropara el pequeño dolor emergente que estaba en mi pecho, pero el momento no era el adecuado. Papá estaba a unos pasos y las manos de él estaban ocupadas con una gatita, que al parecer no quería, al igual que yo, dejar esta casa.

Eiden tuvo que cargarla porque por su propio pie, ella no salía.

Cuando me separé de sus labios, le di un asentimiento de cabeza; porque lo conocía y me estaba dando esa mirada dudosa, que reflejaba inseguridad ante mis emociones. Quería estar seguro de que no iba a necesitar un empujoncito para seguir con lo que tenía que hacer o tal vez un pilar para no quebrarme mucho. Él sabía que odiaba las despedidas, los cambios y que en este tiempo, con todo lo que había cambiado en mi relación con papá, me iba a doler dejarlo.

Su vista se desplazó lentamente por mi rostro y cuando se sintió seguro, me dio un último beso corto en los labios y salió por la puerta.

Quedábamos papá y yo, las paredes color beige del pasillo cercano a la puerta principal de nuestra casa, rodeándonos con su calidez proporcionada por los leves rayos de luz que se filtraban hacia el interior. El olor hogareño y familiar inundaba el espacio.

Hace unos momentos Eiden y yo habíamos pasado unos minutos en mi habitación, cerciorándome de que no había dejado nada y también volviendo a sacar a Minni que se había ido a esconder ahí, sin embargo, la hora ya estaba llegando y el siguiente paso me estaba pisando los talones.

El momento duro de seguir avanzando. Dejar cosas atrás. Despedirse de lugares, de personas. De la casa que en dos años logró brindarme más calidez que una en la que viví por más de dieciocho. De personas que lograron quedarse en mi corazón y calentarlo con su presencia.

Tantos momentos, recuerdos, tantas cosas que era momento de no llevar como un recuerdo presente en la vida, sino en el alma.

Papá estaba en la puerta de la casa, listo para la despedida. Su rostro no era el más expresivo, pero su mirada estaba triste.

Pasamos la mañana juntos, hablamos de tantas cosas, pero creo que una parte de nosotros aceptó el hecho hasta ahora. Las proyecciones de emociones a futuro jamás van a igualarse a las momentáneas, a cuando recibes el impacto de ellas y por más que te sientas preparada todavía son capaces de moverte de tu sitio.

Y aunque sabía que no había quedado mucho que decir, nunca estaba de más recordar esas cosas que nunca quería que se olvidaran. Papá era experto en eso, en siempre recordarme eso que él creía que iba a olvidar.

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora