Ian estaba recostado en su cama con la vista fija en el techo mientras contaba las rayas entre las tejas una y otra vez e intentaba, sin mucho éxito, organizar sus pensamientos. Isabella y él se habían discutido de nuevo la noche anterior y ella se había marchado, una vez más, luego de un berrinche que a él le pareció fuera de lugar.
Últimamente el mundo le resultaba demasiado complicado y la vida había perdido un poco el brillo que tenía unos años atrás. Quizás era cuestión de la edad, su amiga, Luli, decía que era la precrisis de los treinta, ella aseguraba que, aunque aún les faltase un par de años para llegar a esa edad, esa sensación de inconformidad acompañada de dudas y un montón de preguntas sin respuestas, se debían nada más que a eso, a una nueva crisis en puerta. Y para Luli, las crisis eran oportunidades, era como el cambio de piel de las serpientes o, lo que a él le gustaba más, la muda de plumaje de las aves.
Era domingo, cerca de las once de la mañana, pero él no encontraba las ganas para levantarse de la cama aún. Había dormido muy tarde con aquella tonta discusión en la que Isa le regañó y se enfadó porque no iba a poder llevarla el martes hasta una ciudad cercana donde tenía una reunión. Él le había dicho que tenía que trabajar, pero ella le reclamó que su trabajo ni siquiera era tan importante, por lo que volvieron a caer en la pelea que tanto odiaba Ian y en la que siempre acababa sintiéndose poca cosa.
Y lo odiaba, odiaba sentirse así con toda su alma, pero odiaba más que fuera precisamente la persona que supuestamente lo amaba, quien lo orillara a ese estado. Le resultaba incomprensible y le generaba frustración.
Ian dio vueltas y vueltas en la cama con esa sensación horrible que solía perseguirlo en ocasiones, se sentía perdido y solo, extremadamente incomprendido. Y aquella soledad se convertía en un monstruo que amenazaba con tragarlo por completo, por lo que tarde o temprano siempre terminaba cediendo a las extravagantes exigencias de Isa con tal de no sentir que la defraudaba, porque si lo hacía, ella se iría para siempre.
Pero era frustrante sentirse de esa manera. Tener que hacer cosas que no quería, cambiar su forma de ser o de vivir solo por conformarla a ella para que no se fuera, era vender un poco más su alma cada día, y cuando estaba en su cama, aquella disconformidad consigo mismo, se le caía encima como una losa pesada que lo asfixiaba. Lastimosamente era un círculo vicioso del que no sabía cómo salir y en algún momento se había perdido en él.
¿Por qué la vida tenía que ser tan difícil para algunos y tan sencilla para otros? ¿Por qué la felicidad era tan esquiva y se le escurría una y otra vez como arena entre los dedos? ¿Acaso había algo malo con él?
Las primeras estrofas de Nadie como tú de La oreja de Van Gogh comenzaron a sonar en su celular, dándole una pauta de quién era la que lo llamaba. Desde muy pequeño Ian acostumbraba a personalizar los timbres de las llamadas de las personas importantes para él con músicas que, por alguna razón, asociaba con esa persona.
Y solo ella podría lograr que se levantara de la cama para atenderle, ya que había dejado el celular en el escritorio y no lo alcanzaba estirando el brazo. Caminó pesadamente hasta él y contestó.
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Cuando las mariposas migran
RomancePaloma e Ian se conocen desde que ella tenía doce y él dieciocho, el padre de ella se ha casado con la hermana mayor de él, pero como él vive en el Brasil desde aquel entonces, nunca habían interactuado tanto más que en algunos eventos familiares en...