35. La verdad duele

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Tal como mi padre había dictado, Alex apareció puntual a recogerme en el instituto y me llevó hasta el aeropuerto

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Tal como mi padre había dictado, Alex apareció puntual a recogerme en el instituto y me llevó hasta el aeropuerto. Le había dicho que podía dejarme en la puerta sin problemas, como hacían los taxis, pero insistió en pagar el carísimo parking y acompañarme a hacer el check in.

Ya en la cola de metales tuvimos que separarnos. Me entregó mi maleta de mano y suspiró.

—¿Tienes controlado el pasaporte y el billete del vuelo?

—Todo en orden —asentí con ganas—. ¿Tú las latitas y juguetes para consentir a Maki?

—Será mi prioridad número uno durante tu ausencia —me aseguró—, pero cuando vuelvas, lo serás tú.

Sonreí de oreja a oreja y me incliné sobre la punta de mis zapatos para besarlo. Habíamos pasado la noche juntos, pero no había pasado absolutamente nada entre nosotros, además de abrazos y algún que otro beso de buenos días. Aquella había sido la primera vez que era solo eso: dormir.

Y, mierda... me había encantado.

—Manda un mensaje cuando estés en el avión, ¿de acuerdo?

Arrugué la nariz, pero aún así pasé los brazos alrededor de su cuello para sentirlo más cerca.

—Hablas igual que mi padre.

—Solo nos preocupamos por ti —rectificó.

—Tú acuérdate de llamarme con Maki, así puedo verlo.

—¿A mí no me quieres ver?

Simuló un puchero, pero en esta ocasión me hizo reír.

—No tanto como a Maki, él no entiende por qué me he ido.

—Eres malvada.

—Y aún así, te gusto —repliqué antes de darme cuenta de mis palabras.

Mantuve la respiración durante una fracción de segundo, hasta que Alex suspiró, puso los ojos en blanco y volvió a besarme.

—No soporto cuando llevas la razón —dijo contra mis labios.

Y mi corazón aleteó y me dejé llevar por aquel beso de despedida en el aeropuerto, hasta que uno de los dos tuvo que ponerle fin, y Alex me aventuró a caminar hacia la fila del control de metales.

Se quedó allí mientras yo me quitaba hasta las zapatillas para pasar, y luego sacudió la mano en mi dirección hasta que lo perdí de vista.

El vuelo desde Los Ángeles hasta Nueva York era largo, unas cinco horas, pero aproveché para leer un libro que no había terminado de la clase de literatura y me entretuve probando la cena asquerosa que me dieron para comer. Por lo menos estaba sentada al lado de una madre y su hijo pequeño y me divertí un rato haciéndole algunas carantoñas al niño, que tendría unos tres años. Incluso me pidió que le contase un cuento.

Un Perfecto DesastreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora