I. El asesino y la noche

369 12 24
                                    


12 de octubre; 2001. Coozhury, Estados Unidos. 03:20 hrs.

Era de noche en Coozhury, la mayoría de los habitantes se encontraban durmiendo. ¿Te ha pasado que cuando vas caminando por la calle y te cruzas con un desconocido, tu mente comienza sin querer a indagar en la de la otra persona? Es como si intentara desnudar su alma a tal punto que busca en lo más recóndito de la inconsciencia hasta descubrir lo que anhela... ¿Qué soñaba aquella niña en la banca de aquel parque?, ¿qué pensaba el policía que la retiró del lugar?; ¿la mujer, que alertó al oficial?, ¿el hijo de la señora, que se encandiló de la belleza de aquella niña?, ¿a qué aspira el ser humano? ¿Qué está dispuesto a hacer para cumplir sus sueños? Son ejemplos de situaciones que a veces nos preguntamos.

Mientras, en las afueras de la ciudad, se halla estacionada una van de pasajeros blanca, con las llantas sucias y un letrero que anuncia, Unidad de control de plagas, con un número de teléfono en la parte inferior. Su conductor, un hombre de unos cuarenta años, de aspecto descuidado, usa una barba curtida, su cabello está despeinado, muy desaseado; usa una bata sucia, abotonada en su totalidad para esconder el resto de su vestuario, que concluye con unos jeans desteñidos por el tiempo, camina nervioso alrededor de la van, dando grandes bocanadas a su elaborado cigarrillo artesanal.

Su ansiedad concluye antes de terminar su cigarrillo, cuando escucha aproximarse otro vehículo, un Bentley grande, lujoso, negro de ventanas polarizadas, que se detiene a un costado de la van. También hizo lo mismo una pequeña caravana que le hacía de escolta. Del Bentley baja un tipo de unos treinta años, bien afeitado, viste un traje negro, camisa blanca corbata negra, y unos zapatos negros muy bien lustrados; de gran estatura y voz gruesa.

—¿Trajiste la pasta?

—Como acordamos, cuatrocientos mil —contestó el otro hombre. Su rostro denotaba pocos amigos—. Están en la cajuela —aseguró, abriéndola.

—¡Oye!, no pensaría que un tipo tan rudo como tú... —proclamó aquel drogadicto, mientras tocaba el hombro de su contraparte—, compraría algo como esto; es un artículo de lujo, ¿sabes?

—Te sugiero que no me tomes como si fuera tu amigo —le advirtió el hombre de traje, mientras retiraba la mano del drogadicto con fuerza, respondiendo firme y cortante: ¡Sólo entrega el maldito paquete y cállate!

—Como usted diga, mi señor —respondió, con un poco de sarcasmo.

El tipo de bata abrió la parte trasera de la van para dejar al descubierto una vista digna de los más profundos avernos. Había alrededor de diez niñas, todas tenían una expresión de horror; con lágrimas secas, recorriendo todo su cuerpo. La desesperanza podía sentirse en el ambiente. De sus bocas pendían hilos de saliva que no dejaban de escurrir, debido a que estaban abiertas por un bozal de metal. Sus paladares y lenguas se encontraban humedecidos, pero a la vez, parecían secos, como si no hubiesen probado agua en mucho tiempo. Todas eran de etnias distintas; asiáticas, blancas, negras y latinas. Algunas incluso, con notables embarazos. La mayoría no parecía pasar de los once años, sin embargo, esa no era la peor parte, lo que empeoraba todo era que ninguna tenía sus extremidades. Los brazos terminaban antes del codo, y todas se encontraban perforadas por barras de hierro que sobresalían desde los hombros, terminando en un anillo metálico, para encadenarlas y evitar cualquier escape. Sus piernas eran algo similar, no pasaban de las rodillas, pero se podía notar que no eran deformidades o discapacidades genéticas; aquel desgraciado, las había cortado con gran habilidad en un quirófano, para después cauterizarlas. Les faltaban los dientes, en su lugar se encontraba una delgada capa de silicona, hecha para prácticas sexuales en aquellas niñas. Era algo aberrante, incluso el propio hombre musculoso, acostumbrado a la violencia y muerte comenzó a tener náuseas.

SlasherDonde viven las historias. Descúbrelo ahora