☏ Epílogo ☏

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—Lo lamento.

Miré a la chica de cabello azul bajar la cabeza para ver el desastre y yo no pude evitar soltar una carcajada ante el temor que parecía sentir como si estuviera a tres segundos de gritarle.

—Descuida, Emma—le sonreí divertida—. Tampoco tenía muchas ganas de irme.

Sus ojos azules dieron con los míos y casi se desencaja la mandíbula cuando me arrodillé en el suelo para recoger los documentos que se le habían caído cuando las dos nos chocamos en la puerta, ella al entrar y yo al salir, por lo que varias carpetas ahora estaba en el suelo con los las hojas tiradas por toda la oficina.

—Yo me encargo, no tiene que hacerlo se—

—Emma—la interrumpí divertida, apilando unas cuantas hojas—, no te preocupes en serio.

Sus ojos volvieron a los míos con algo similar a la gratitud para luego arrodillarse junto a mí para entre ambas recoger el desorden que había en mi puerta.

Emma era una mujer amable y demasiado eficiente en su trabajo, solía tener un par de traspiés, pero nunca me había enfadado al respecto. Si le había llamado la atención cuando la ocasión lo ameritaba pero siempre con respeto y sin ser grosera porque, más que por empatía, recordaba su gesto la primera vez que se equivocó.

Habíamos salido de una reunión y ella llevaba los documentos al respecto, sin querer, se le cayeron cuando entramos en el ascensor y su mirada de terror casi me hizo pensar que algo había atravesado el metal y nos estaba por atacar, pero no era más que puro y completo terror a lo que yo pudiera decir.

No quería ni saber qué clase de jefes había tenido para actuar de esa manera.

—En verdad no tenía que hacerlo—murmuró Emma, cuando volvimos a organizarlo todo y ya con las carpetas sobre mi escritorio que esperarían con paciencia por mí hasta el lunes—. Yo pude haberlo hecho sola.

—No tenías por qué—me encogí de hombros y me colgué mucho mejor el bolso sobre el hombro—. Saluda a tu padre de mi parte.

Emma sonrió, esa sonrisa abierta y cariñosa que solo el recuerdo o la mención de las personas que amamos podía causar, y asintió. Por lo que me había contado mañana era su cumpleaños y le iba a festejar por todo lo alto.

Separó los labios pero no llegó a decir nada porque una sombra en la puerta nos hizo mirar a quien acababa de entrar con toda la confianza a mi oficina. Sus ojos grises pasaron de largo por mi asistente y se fijaron solo en mí, dándome ese repaso habitual que podría hacerle pensar a cualquiera que no nos habíamos visto en todo el día cuando habíamos almorzado juntos horas atrás, con ese brillo familiar y electrizante que no se desvanecía ni un poco ni siquiera porque ya habían pasado dos años desde que me había lanzado a besarlo en su oficina.

Dos años que se sentían como una vida.

—Señorita Scott—saludó Axel sin apartar la mirada de mí—. ¿Nos vamos ya o quieres que Tania nos remodele el jardín, mi amor?

Recordé entonces porque estábamos saliendo temprano de la oficina.

Mamá y Flavio habían volado desde Italia para celebrar la ocasión, Tania vivía en la ciudad así que solo había tenido que conducir un par de minutos. Mi... hermanastra.

Lo raro que seguía sonando incluso después de dos años.

Flavio tenía una hija de mi edad, solo con un mes de diferencia entre nuestros cumpleaños, que no había asistido a su matrimonio por un asunto laboral pero que había conocido luego. Una mujer alegre y burlona con la que intercambiaba mensajes ocasionalmente y nos veíamos una vez por semana.

Cuanto te odioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora