Aemond Targaryen

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Desde que Aemond recordaba, había sentido algo que lo atraía a su sobrino, Lucerys. Era como si debiera estar junto a el, como si el aire fuera más dulce a su lado, se sentía un marinero siendo atraído por las olas a una hermosa isla.

Para el Lucerys era un niño con una extraordinaria belleza, un olor que calmaba a quien estuviese a su lado, sus ojos se iluminaban de una preciosa forma a la luz del día y estar junto a el hacia que cualquier dolencia desapareciera. Luke era sin duda alguna, una luz en la oscuridad eterna.

Pero luego Alicent le había dicho a Aemond que los omegas eran inservibles. Solo un medio para un fin, procrear hijos. Y que el como alfa no debía tenerles el más mínimo miedo, pues era mucho más importante, más poderoso.

Los rumores de la paternidad de Lucerys tampoco ayudaban. Había escuchado a su madre, más de una vez, quejarse de porque el rey le cumplía cualquier capricho al pequeño omega si era... un bastardo.

Aemond escuchaba esa palabra con bastante frecuencia en los pasillos de la fortaleza, la gente de la corte rumoreaba sobre la apariencia de los hijos de la princesa Rhaenyra. Y aunque a él no le importaba al principio, comenzó a repetir la palabra. Tal vez por intentar encajar, tal vez por celos.

Todo empeoró cuando Lucerys demostró tener una conexión especial con su dragón, Arrax de tan solo cinco años, el cual había acudido al rescate del niño cuando esté había caído en un pozo. Un dragón tan pequeñito no había sido de mucha ayuda, pero el que se escapara para ir por su futuro jinete llamo la atención de todos y Luke fue salvado.

Ese evento había hecho que muchos admirarán la gran conexión del niño con su dragón y los rumores de la paternidad dejaron de ser tan fuertes, pasando a decir que los hijos de la princesa eran increíblemente especiales.

Eso género celos en Aemond, quien no podía entender porque Lucerys, un bastardo según su madre, tenía tan especial conexión. Y el ni siquiera podía tener un dragón.

Aemond comenzó a llenarse de celos cada día que pasaba, sin poder evitarlo. Tanto que el mismo empezó a llamar bastardo al niño en su cara. A lo cual Lucerys no parecía reaccionar, demasiado pequeño para entender a qué se refería el mayor. Eso solo hizo enfadar más al peliblanco.

Sin embargo, cuando supo dónde estaba Vhagar y que ya no poseía un jinete no desaprovechó la oportunidad, tenía que ser suyo, su dragon. Así que Aemond decidió escabullirse en la noche y reclamar a la vieja Vhagar.

Todo había ido bien, hasta que sus sobrinos llegaron. Realmente no recordaba como había empezado la pelea pero en algún momento escucho al pequeño omega hablar y no pudo detener su filosa lengua.

– Deberías escuchar a tu pequeño hermanito omega, corre con mami como el. Eso es lo que hacen los omegas, después de todo son débiles. 

Y cuando Jacaerys se abalanzó sobre el, lo empujó con fuerza y tomo una piedra, realmente no tenía intención de dañarlo con ella pero creyó que así se detendría y podría irse.

No fue así.

La tierra arrojada por Jacaerys le cegó momentáneamente y entonces sintió un horrible ardor en su ojo, la oscuridad en el se hizo presente, se tiró al piso sintiendo la caliente sangre corriendo por su cara.

No acalló sus gritos, su voz sonó muy fuerte, resonando en cada esquina. Atrayendo a los guardias, quienes alejaron a los otros niños.

Cuando Aemond abrió su único ojo sano, logro ver a Lucerys, su atacante, lamiéndose la sangre del labio y observándolo... Con tanto poder.

En ese momento, entendió que su madre estaba equivocada, los omegas no eran ni de cerca tan debiles cómo ella creía. No, podían ser salvajes, llenos de fuerza y poder. Incluso capaces de herir a un alfa.

–––––

Todos los adultos discutían a su alrededor, podía escuchar a su madre Alicent exigir justicia por su ojo y a su media hermana Rhaenyra reclamando una explicación de la pelea. Pero nada de eso importaba, no veía a ninguna de ellas, no las escuchaba, no les prestaba atención. Su mirada estaba fija en... Lucerys.

El pequeño niño tenía una mirada firme en sus ojos, un destello violeta que nadie más que el parecía ver, sus puños estaban apretados y su rostro aún bañado de la espesa sangre. Y su olor... Mierda, Aemond jamás había olido algo tan deliciosamente peligroso.

El chocolate dulce se había alejado, ahora el omega desprendía un olor al fuego ardiente de los dragones.

Aemond recordaba el olor que llegó a su nariz cuando Vaghar soltó su fuego, el olor de cuando Jacaerys le había dicho Dracarys a su dragón, el olor que dejaba el dragón de su media hermana cuando está lo montaba y arrojaba fuego en el aire.

Lucerys era un dragón.

Y Aemond lo entendió, finalmente entendió porque había venido a este mundo... Fue para servir a este omega.

Los dioses estaban dándole una señal, ellos le decían que está era su misión en esta tierra, seguir y proteger al niño frente suyo. Podía sentirlo en el pecho, el hilo del destino, aquello que lo atraía a Lucerys constantemente. Ellos eran destinados, nacidos para forjar un poderoso enlace, alfa y omega.

Aemond recordaba haber leído sobre un antiguo ritual, uno en el que un destinado marcaba al otro con su sangre, para que así todos supieran que se pertenecían el uno al otro, unidos en un enlace de sangre.

Y Lucerys tenía su sangre en la piel.

Ahora estaban unidos por toda la eternidad, enlazados hasta el último día de sus vidas. Incluso si nadie más lo sabía.

– Fue mi culpa, Lucerys solo se defendió de mi, padre. – Aemond dijo, obteniendo la atención de todos. – Perdí un ojo pero... He ganado el honor de enlazarme a un dragón.

Y definitivamente no se refería a Vhagar.

El omega que fue prometido Donde viven las historias. Descúbrelo ahora