El destino de Alicent.

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Mientras el sol se asomaba por la única ventana de aquellos aposentos, Alicent intentaba adivinar cuantos días habían pasado desde que Lucerys tomo el trono de hierro, siendo coronado como el primer rey omega.

¿Tal vez cinco? ¿No eran siete? Aunque pensándolo bien, podían ser diez...

Realmente no lo sabía.

Encerrada en esta habitación el tiempo pasaba de manera tan distinta. Y el silencio que reinaba gran parte del día, abría en su mente muchos huecos, muchos momentos para reflexionar sobre su vida y el desastre en el que se había convertido.

Pensaba en Helaena a diario. Y en como le hubiese gustado demostrarle más su amor, conectar con ella de la manera en que nunca pudo, protegerla de todo lo que su propio padre jamás hizo.

Su niña, su dulce niña.

Quería verla una vez más, saber que estaba bien, que ella podía ver lo mal que estaba todo esto. Heleana aunque siempre fue una omega extraña, sabia comportarse y ejercer sus labores con la corona según su casta.

Y como si los dioses la escucharán, la joven princesa entró a los aposentos, observándola con aquellos grandes y brillantes ojos que poseía.

- ¡Helaena! - Alicent se aparto de la ventana, tratando de acercarse a ella. Pero se detuvo en cuanto la vio retroceder. - Perdona, no quería asustarte. No creí que te permitieran venir a verme.

- ¿Quién no lo permitiría? - Ella pregunto, incapaz de comprender, pareciendo estar en su propio mundo.

- Lucerys Velaryon. - Respondió con amargura en su voz. - Él no...

- Ese no es su nombre. - Helaena la interrumpió, finalmente dirigiéndole la mirada. - Es Targaryen, Lucerys Targaryen.

- Velaryon o Targaryen, no importa. - Dijo mientras se acercaba un par de pasos, sin sofocar a su hija. - ¡Tienes que parar esto, mi niña! Eres la única a quienes escucharán tus hermanos. Diles que apoyar esta locura está mal.

Había desesperación en su voz y sabía que sus ojos probablemente comunicaban el mismo sentimiento, pues se estaba ahogando en un frío y oscuro mar, mientras todos los demás no parecían notar el peligro que representaban los caprichos de Lucerys.

Era un omega, no podía gobernar, no era su lugar. Debía quedarse callado y obedecer, no pasar por encima de los demás y romper las tradiciones de la familia.

- No.

La negativa atrajo la atención de Alicent, sacándola de sus pensamientos y expandiendo por su rostro una expresión de extrema confusión.

- No lo haré, madre. - Helaena prosiguió, jugueteando con sus manos y volviendo a mirar a su alrededor, como siempre hacia. - Hace días me arrodille y jure mi lealtad a Lucerys Targaryen, el rey de los siete reinos.

- ¿Porque harías eso, mi niña? - Alicent sudaba y sus ojos estaban completamente abiertos, sin entender como ese Omega se las había arreglado para tener a todos sus hijos de rodillas para él. - ¿Cómo es que confías en ese Omega?

- Porque en un mundo de Alfas que intentan frenarlo a cualquier costo por qué no pueden controlarlo, él sigue de pie. No por mis hermanos, ni sus otros Alfas. Lucerys se mantiene firme por si mismo, soportando cada golpe e insulto hacia su persona.

Helaena avanzo hasta su madre y beso su frente con suavidad. Comenzando por primera vez el contacto con ella y no huyendo de este.

- Lo he visto, madre. Lucerys traerá la gloria a los siete reinos, será el mejor rey que el trono de hierro tenga. Y aún después de siglos, el mundo seguirá hablando de su grandeza. Todos alabarán al omega que jamás se arrodilló.

El omega que fue prometido Donde viven las historias. Descúbrelo ahora