35. Magia de mentira y magia de verdad

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La noche se tragó a Nicolo sin dejar rastro.

Zarek habría intentado ir tras él de inmediato, de no ser porque el empujón, violento y repentino, lo hizo trastabillar. Las palabras de Nicolo reabrieron la fina piel de una cicatriz invisible que nunca había terminado de curar del todo. Su mundo tambaleaba por fuera y por dentro: los troncos de los árboles ondulaban, el suelo se sentía blando.

Recordó a su hermano de niño, y la manía que tenía de traer a jugar a extraños que vestían curiosas ropas anticuadas, a veces tan deshilachadas que parecían a punto de desintegrarse. Zarek, por aquel tiempo solo León, no lo cuestionaba, por más que muchos de aquellos visitantes tuvieran una actitud somnolienta o que usaran palabras más propias de sus abuelos que de los otros niños, por más que sus figuras parecieran un poco fuera de lugar, como si estuvieran superpuestas en un mundo que no era el de ellos.

—Dice que vive por aquí —explicaba su hermano.

Y León, encogiéndose de hombros, no hacía más preguntas.

La verdad era que su apariencia singular no importaba, no para jugar a las escondidas ni para correr carreras ni para discutir qué formas tenían las nubes.

—¿Con quién hablan? —les preguntó un día un adulto, al verlos conversar en el patio con uno de sus peculiares compañeros de juegos.

—Una amiga nueva —respondió León, señalando a la chica que su hermano había traído esa tarde, y que llevaba un vestido de puntillas demasiado ligero para aquel día de invierno.

—Ah —respondió el adulto, con una sonrisa cómplice—. Yo también tenía amigos invisibles cuando era niño.

León no recordaba qué edad tenía cuando aquello había ocurrido, pero sí la ominosa sensación de que algo estaba mal, acechando como el monstruo que él imaginaba que se escondía entre las sombras de su cuarto por las noches.

—¡No es invisible! —había gritado su hermano.

El adulto solo había reído mientras decía:

—Claro que no, claro.

Resultó que los otros no podían ver a aquellos amigos, no. Insistir solo servía para hacer que se rieran de ellos con esa risa condescendiente y despreocupada con la que los adultos suelen descartar todo lo que dicen los niños. Así que, por más que a su hermano le molestara, León le sugirió que no volvieran a mencionarlo.

—Es nuestro secreto —le dijo, y su hermano asintió.

Desde entonces así había sido, hasta que algo empezó a cambiar.

A los usuales invitados de su hermano se sumaron otros, menos amigables. No siempre eran niños y no siempre querían jugar. A veces, sus ropas estaban manchadas de sangre que todavía goteaba, a veces lloraban, a veces se acercaban hasta acorralarlos contra la pared para hablarles de cosas que ninguno de ellos podía entender.

Cada vez eran más y más extraños, como si se hubiera corrido el rumor de que alguien podía verlos y todos hubieran acudido a comprobarlo. Ya no solo querían jugar. Ya no era divertido.

Aquello escaló hasta que llegó el día en que León encontró a su hermano acurrucado en un rincón del cuarto que compartían, llorando, con la cara escondida entre las rodillas para evitar ver a una esquelética figura encorvada de ropas andrajosas que lo contemplaba fijamente. Cuando notó la presencia de León, la figura volvió la cabeza hacia él, sin decir nada, y se lo quedó mirando. Tenía los ojos completamente oscuros, como los de un insecto.

Más allá del miedo, León sintió un enojo que nació de lo más profundo de su pecho y se expandió hacia afuera, una llamarada de ira que pareció tomar forma y golpear a la criatura cuando él gritó:

Juego de fantasmas (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora