14. En el que Zarek admite que no existe una explicación lógica

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Nicolo dio un respingo al escuchar a Jazz y luego buscó de inmediato la mirada de Zarek. La inquietud que vio en ella le erizó la piel.

La noticia terminó por sacudir cualquier rastro de somnolencia, que quedó en el suelo como un reguero de hojas temblorosas cuando se pusieron de pie para salir de la habitación. Pronto se encontraron siguiendo a Jazz hacia el piso de arriba, donde se hallaban los dormitorios, mientras él se tropezaba con las palabras intentando explicar que en realidad no sabía bien lo que había pasado.

En el pasillo que daba a las habitaciones vieron a Lisbeth, la sobrina de lady Sarah, apoyada contra el umbral de una de las puertas mientras miraba hacia el interior con ojos enormes y expresión compungida. En la mano tenía un teléfono, y de la arrogancia de antes no quedaba nada. Envuelta en una bata demasiado grande, se veía como una niña perdida.

—¿Está viva...? —preguntó, dirigiéndose a alguien que estaba en el interior del dormitorio.

Una voz grave, agitada, respondió:

—Apenas, creo que conseguí algo de pulso. —Se trataba de Paulo, que sonaba agotado—. ¿Todavía no pudiste llamar al médico?

No, there's no signal! —respondió Lisbeth con voz temblorosa—. No hay señal —se corrigió—, no sé qué pasa.

Con el corazón en la boca, Nicolo se acercó a la puerta. La escena que vio al asomarse hacia adentro hizo que las rodillas le flaquearan, y probablemente su reacción fue demasiado evidente, porque Zarek puso una mano sobre la parte baja de su espalda para sostenerlo.

En el suelo yacía Amatista, inmóvil y con los ojos cerrados, e inclinado sobre ella estaba Paulo, cuya piel brillaba de sudor, practicándole masaje cardiaco.

Apretado en los dedos de Amatista estaba un lápiz, y no muy lejos una libreta caída, abierta en una página entre cuyos garabatos caóticos podía verse el dibujo de un colgante. Con una mano en el pecho, lady Sarah observaba a Paulo trabajar. Aparentaba estar congelada por la estupefacción, como si algún ente maligno la hubiese transformado en estatua, pero cuando percibió la llegada de los otros levantó la vista y exclamó:

—¡Necesitamos ayuda!

A través de las cortinas entreabiertas se colaba la tenue luz de la mañana nublada, que se concentraba en el lugar donde Amatista había caído y dejaba el resto de la habitación sumida en tinieblas. La imagen, cargada de dramatismo, se veía como un trágico cuadro barroco.

—¿Qué pasó? —preguntó Nicolo, mientras buscaba el teléfono entre sus ropas, sin éxito.

Se dio cuenta de que no sabía dónde había quedado. La noche anterior era en su cabeza un menjunje de recuerdos confusos, algunos de los cuales no entendía si eran reales o solo retazos de sueños. De la sesión espiritista tenía la noción de haber navegado en un mar tormentoso de almas que intentaban asomarse entre las olas para gritarle sus mensajes. También recordaba la visión de la chica de rulos escondiéndose detrás de una lápida.

En cierto punto, su voluntad había quedado de lado y algo más se había apoderado de su cuerpo. Por más fuerza que hiciera, Nicolo solo podía recordar haber sido empujado a un rincón oscuro de su mente mientras otra cosa tomaba las riendas. Sabía que el colgante era importante, sí, pero no por qué ni para quién. Sabía que había hablado con Zarek. Sabía que tenían una conversación pendiente.

Lo miró de reojo y él le dedicó una sonrisa, que a pesar de ser débil reconfortó un poco a Nicolo. Incluso en el medio del caos, Zarek parecía estar rodeado por un aura de calma que le servía como faro en la oscuridad.

—Es verdad que no hay señal —murmuró Zarek, desviando la vista de Nicolo por unos segundos para revisar su propio teléfono.

—Tú tienes aparatos raros —dijo Lisbeth, hablándole a Lupe—, ¿no hay alguno que pueda contactar un doctor?

Juego de fantasmas (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora