Capítulo XXXVII

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Narrador omnisciente;

La rubia despertó tras sentir un brazo exprimir su abdomen sin piedad en el afán de acercarle más al cuerpo de su dueño. Después de voltear ligeramente y apreciar el rostro durmiente del duque, recuerda las palabras dichas por este la noche previa. ¿Por ahora, había dicho? ¿A qué pudo referirse? Sin querer pensar más en ello, decide librarse de su agarre para despertarle, si alguien se enterase de aquella escena que ocurría entre ambos, sería un escándalo. Maximilian se queja, refunfuña entre sueños y se da la vuelta, envolviéndose más en las sábanas. Sieglinde alcanza a escuchar balbuceos, o más bien, plegarias, provenientes del castaño. Suplicaba a una ente mental igual en apariencia a Lizzabetta que le dejase en paz mientras se retorcía. En uno de sus movimientos improvisados, una bofetada alcanza a la rubia, quién cae al suelo tras rodar a medias de la cama. Max despierta exaltado por el ruido producido por el golpe propinado a la pobre Sieglinde, quién se queja desde el suelo, aún con una de sus piernas sobre la cama.

-¿Qué te pasa, Max? Mi cara no se arregla sola. _se quejó la rubia sobando su rostro_

-¿Sieglinde? ¿Qué haces en el suelo?

-Me acabas de pegar una cachetada, Maximilian.

-¿Qué dices? _cuestionó, levantándose rápidamente y apartando las sábanas para ayudar a la rubia a levantarse del suelo_ Incapaz yo de pegarte.

-Dile eso a mi adolorido rostro. _agrega la rubia señalando su enrojecido.

-Eso, bueno... Debe tener una explicación. _intentó excusarse el duque, rascando nervioso su nuca_

-No más excusas, Max. Y lárgate de aquí antes de que alguien nos vea.

Sin rechistar, Max dejó la habitación con cautela, recordando su posición como prometido de la princesa Lizzabetta. Sieglinde se arregló una vez el duque estuvo fuera, ocupando el vestido fino que había sido dejado en su armario. No era la gran cosa, a decir verdad, era un vestido negro, largo, sedoso y cómodo, ancho de falda y ajustado de torso y mandas, un delantal blanco sobre la falda y una diadema de volantes sobre su cabeza. Un traje de doncella, por supuesto, casi olvidaba con los lujos que su labor era la de rebajarse a ser una dama de compañía. Con una mueca de disgusto ante su nuevo estalaje, salió de la habitación con la cabeza en alto, preservando su dignidad al recordar que había pasado de ser una hija consentida y rica a una doncella de baja clase y denigrada en modas. Las doncellas pasaban por su lado y le dirigían una mirada cargada de envidia. Incluso en traje de doncella, ella seguía siendo rubia, de bellos ojos azules y con un físico envidiable. Incluso con el escaso escote del vestido, sus atributos resaltaban, siendo con esto el manantial que originaba el arroyo de envidia de las damas del palacio. Descaradamente, Sieglinde se presentó en la cocina, su madre se dio la vuelta al escuchar la fuerza con la que abrió aquella puerta, sorprendiéndose del gran parecido entre ambas al estar su hija metida en aquel traje de baja clase, al parecer de la misma. Los cocineros dejaron de trabajar coherentemente al admirar la belleza de la chica, tanto que incluso uno de ellos dejó quemar el pan del desayuno al estar embobado mientras la miraba.

Tras notar el caos que su hija traía a la cocina, la mujer, sartén en mano, puso a trabajar a los cocineros. Las disculpas de estos no se hicieron esperar mientras corrían para evitar más regaños y remediar sus estropicios. Uno de ellos pasó cerca de la rubia musitando algo que llamó su atención, pues había dicho en palabras claras, aunque inaudibles: "Sigue siendo tan estricta con los castigos como antes." Enarcando las cejas con sorpresa, Sieglinde miró a su madre, quién evitaba sostenerle la mirada mientras fingía estar sumida en su labor, pues el desayuno debía de ser preparado pronto o habrían quejas del rey como represalia. Al ser ordenada llevar la vajilla antes de siquiera poder preguntar por las palabras dichas por aquel cocinero, Sieglinde, de mala gana, tomó la gran bandeja plateada con la vajilla a emplear y salió de la cocina con la misma mala gana con la que entró. El rey entraba al comedor a la par que ella, quedando estupefacto con su aspecto.

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