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Podía perderme en mil libros con tal de no volver nunca, porque cuando lo hacía, me daba cuenta de lo triste que era mi vida.


April

Podía recordar a todas esas personas repitiéndome que la universidad iba a dejarme sin vida, que era lo peor que iba a hacer porque sería muy duro. Después de pasar selectividad, la universidad me estaba pareciendo un paseo en barca de lo más acogedor, tenía tiempo para leer mis libros y me pasé por las librerías de la ciudad en busca de más. Ya les había echado el ojo a algunos, pero de momento no pensaba comprare ninguno hasta haber cobrado el primer mes en la cafetería.

La convivencia con Rain las primeras semanas era... Simplemente era, ambos no nos dirigíamos la palabra y nos miramos solo un momento en el cual yo cogí uno de mis libros de su estantería. Después, hicimos como si no existiéramos y la verdad es que era lo mejor. No fue hasta que una noche entré en la habitación después de hacer la colada y estaba hablando por el móvil.

—Sí, Casey, no te preocupes. —No le miré y me dirigí a mi armario—. Por favor... Sí, también te echo de menos.

No pude evitar escucharle, quizás era su novia... ¿Él tenía novia? Algo en mi interior hizo que quisiera saber más.

—Hola... —Escuché como se incorporaba de la cama y se acercaba a mí—. April... Mi madre está al teléfono y me está obligando a dártelo.

Pestañeé un par de veces, miré la pantalla en su móvil y leí «mamá». Lo cogí lentamente, me estaba entrando toda la vergüenza de repente.

Miré a Rain antes de llevarme el móvil a la oreja y tragué saliva.

—¿Hola? —contesté como si no supiera quien estaba allí.

—¿April? ¡Mi pollito! —Escuchar eso hizo que una calidez recorriera todo mi cuerpo y me hiciera acordarme de aquella mujer.

Cuando era pequeña adoraba pasar tiempo con ella, como me cogía entre sus brazos y me mecía para que supiera que todo estaba bien. La forma en la que trenzaba mi pelo, lo peinaba y me maquillaba porque se lo pedía. Las veces que dormí en su casa me despertaba la primera para que ambas tomásemos un chocolate caliente en la cocina mientras me preguntaba sobre el colegio o cualquier cosa. Nos íbamos de acampada, de excursión a la montaña y competíamos para ver cuál de las dos cogía una flor más bonita. Al final ella me abrazaba y decía que había ganado.

Recordaba sus abrazos, esos que me consolaban cuando tenía un mal día, cuando me sofocaba con los deberes o simplemente lo necesitaba.

A veces pasaba a por mí cuando mi madre estaba muy ocupada y íbamos a tomar algo antes de volver. Siempre supe que tenía dos casas y ella siempre fue la más cálida.

Y cuando se fue... Cuando se fue ya no hubo más excursiones, flores o sonrisas. De repente todos los colores se esfumaron sin darme el tiempo suficiente para memorizarlos.

—Hola —dije con una sonrisa—. Hola, Dalia, ¿qué tal?

La verdad es que después de tantos años no sabía qué decirle o cómo dirigirme a ella.

—¡Eres tú! La verdad es que no creía a mi hijo, pero tu voz... Ha cambiado mucho, pero eres tú. —Sabía que ella estaba sonriendo y me la contagió—. ¿Cómo van las cosas mi pollito? El otro día encontré unas fotos vuestras en la granja de tu abuela y me acordé mucho de ti.

—Deben de tener muchos años.

—¡Muchísimos! Una pena que no siguiera el álbum... Aunque ahora que estáis juntos podéis haceros una... —Guardó silencio y escuché una voz femenina por detrás—. ¿Selfie? Eso, la verdad es que no sé cómo se dice. Así la incluyo, ¿qué te parece? ¿Le harías ese favor a tu madre postiza?

Por medio de palabrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora