CORDONES DESATADOS

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Una ranura de luz brillante se coló por un recoveco en la piedra. Me desperté con un bostezo, y tardé unos instantes en recordar donde estaba. Las imágenes de la noche anterior vinieron a mí en los segundos siguientes, y yo solo suspiré.

Me moví un poco. Estaba tumbado en el sofá de la cueva, justo como cuando me despeñé. Pero esta vez, sin ningún tipo de herida. El oso debía haberse levantado hacía un rato, porque alguien había dejado un puñado de cojines para la cabeza, que no estaban ahí la noche anterior. Y su calor corporal, que debería estar notando tras horas durmiendo, había desaparecido por completo.

Aunque tampoco lo veía a él por ninguna parte.

"- Estará arriba" – Fue lo único que llegué a pensar, antes de escuchar sus pasos sobre la madera del techo, y confirmarlo.

Traté de incorporarme un poco, mientras otro bostezo aparecía desde lo más profundo de mi alma. Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía algo sujeto a mi mano, y lo apretaba sin mucha fuerza.

Abrí la palma de la mano.

Reposando en ella, había una llave dorada, colgada de un hilo de oro. Volví a apretarla con fuerza, abriendo mucho los ojos. Debía habérsela arrancado del cuello al oso, sin querer, la noche anterior.

Lo escuché bajar las escaleras, y aparecer en la cueva. Inmediatamente, y como un acto reflejo de un niño, que teme que sus padres lo descubran haciendo algo malo, guardé la llave en un bolsillo holgado que había en los pantalones de mi traje de lobo nocturno. Así no se notaría que llevaba algo escondido.

El oso llevaba la capucha bajada, con el pelo algo revuelto al aire, y la máscara por encima de los labios. Me sonrió, me dio los buenos días con una taza de café en la mano. Abrió una especie de armarito calentador, y sacó un cuenco alto de madera. Se acercó hasta donde yo estaba, y me lo dejó en una mesita al lado del sofá.

Lo miré alzando una ceja, y él volvió a sonreírme.

- Café con leche descafeinado, con leche condensada, cacao en polvo y ciruela con barquillo sobre una cubierta de nata. Lo pides todos los sábados a las nueve y media de la mañana en la cafetería que hay frente al ayuntamiento. Y te sientas en la mesa 15-A, porque tiene un sillón que la camarera te ha dicho que ya te has apropiado.

Se giró, dándome la espalda, y dejándome con la boca abierta sin saber que decir. Dio un sorbo a su café, y volvió a mirarme.

- Pensé que podría ser una manera de agradecerte lo que hiciste por mí ayer. Aunque no sea sábado... y ya pasen de las 10 de la mañana.

Con los ojos muy abiertos todavía, cogí el cuenco-taza, y me lo acerqué.

- ¿Cómo has...?

- ¿...sabido todo eso? – Completó la frase por mí. – Te lo dije De Luque – Y se acercó peligrosamente a mí – Yo sé mucho más de lo que tú te crees.

Y con una sonrisita irónica, se sentó a mi lado. Inmediatamente palpé mi bolsillo como un acto reflejo. Aún no tenía claro porqué había decidido quedármela, y no avisarle. Porqué algo en mí me pedía a gritos que la examinara. Pero el caso es que mantuve la boca cerrada. Si él no se daba cuenta de que había desaparecido, mejor.

- Igualmente... la ciudad queda muy lejos de aquí. Es imposible que te haya dado tiempo a ir y volver, y a hacer quién sabe qué cosas, a menos que te hayas levantado dos horas antes que yo o algo por el estilo.

- Me he levantado hace media hora.

- Entonces.

- Resulta que tengo una máquina para hacer café ¿sabes? Y que hay una cesta con ciruelas en el cuarto de arriba.

Tras la máscara - RubegettaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora