Chapitre Trente-six

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Anya Mason

Mi corazón palpitaba con una intensidad feroz, como si deseara liberarse de mi pecho. La adrenalina fluía por mis venas, alejándome del lugar acordado a una velocidad vertiginosa. En un momento de pausa, aproveché para tomar bocanadas de aire, luchando por recuperar el aliento.

Cada vez que cerraba los ojos, la escena se repetía en mi mente de manera implacable: él la tenía acorralada junto a aquel árbol, sus dedos aferrados a su pierna con firmeza, y sus cuerpos rozándose de una forma que me resultaba dolorosamente familiar.

La falta de oxígeno se volvía abrumadora, y mis rodillas cedieron ante la debilidad, dejándome caer deliberadamente en el suelo. Al hacerlo, algunas ramitas y guijarros se incrustaron en mi piel, pero el dolor físico palidecía en comparación con el tormento emocional que sentía.

Daemon me había utilizado como una pieza en su retorcido juego, esas habían sido sus palabras despreciables. Todo eso, simplemente para cumplir sus siniestros deseos, acostándose con su prima e hiriendo a su propio abuelo en el proceso.

Finalmente, la amarga y dolorosa verdad se hizo evidente: nunca me había querido de verdad. Había sido una marioneta en manos de sus oscuros propósitos.

«—Déjame entrar».

Me sentía tan desconsolada, como si mi propia ingenuidad hubiera sido mi perdición. Había permitido que entrara en mi vida, que conociera mis debilidades más íntimas, y lo más humillante de todo, que me utilizara como si fuera una mujer desesperada y necesitada.

Las preguntas me seguían atormentando: ¿por qué me había citado en ese lugar? ¿Acaso lo hizo deliberadamente para que lo viera? La respuesta me parecía obvia, especialmente después de encontrar la nota en medio de la noche, cuando desperté. Su firma era innegable, no había margen de duda al respecto.

—¡Maldición! —exclamé con todas mis fuerzas.

El dolor en mi pecho era tan abrumador que me resultaba imposible controlarme. Mis lágrimas fluían sin cesar, tan intensas que no podía ni siquiera contenerlas. Me encogí, abrazando mis rodillas a mi pecho, y sollocé con una intensidad avasalladora. Finalmente, el dolor y el agotamiento me llevaron a un mundo de sueños, sin que me diera cuenta o hubiera tenido la fuerza para levantarme del suelo.

Los primeros rayos del sol se filtraron a través de las ramas de los árboles, arrojando una luz brillante que acarició mi rostro. Abrir los ojos resultó una tarea ardua debido a la hinchazón evidente que afectaba mi semblante. Al incorporarme desde el suelo, experimenté un profundo malestar en cada rincón de mi cuerpo, como si cada parte estuviera cobrando un precio por los eventos recientes.

Había pasado la noche durmiendo cerca de un árbol, lejos de la mansión y de aquel fatídico lugar donde había sido testigo de todo. Mis dientes castañeaban, produciendo un sonido que evocaba una triste melodía. Sin embargo, no tenía energías para preocuparme por ello. Mi única urgencia era llegar a mi habitación.

A pesar de mi malestar físico y emocional, no perdí tiempo al entrar en mi habitación. Me dirigí con premura a la ducha, ansiosa por eliminar cualquier rastro de su olor que aún persistiera en mi piel. Sin embargo, en el momento en que el agua tibia comenzó a caer sobre mí, desencadenó una nueva oleada de lágrimas. El tiempo transcurrido en la ducha resultaba incierto, pero supongo que no fue mucho, ya que el amanecer apenas comenzaba a ganar intensidad.

Al salir del baño, evité mirarme en el espejo de mi closet, invadida por la vergüenza que me producía la imagen reflejada en él. ¿Cómo había podido caer tan ingenuamente en una apuesta? Los recuerdos de la noche anterior me atormentaban y me abrazaban, recordándome la triste verdad: Daemon había planificado todo con Aliza. Yo no había sido más que una pieza en su siniestro juego, una más del montón.

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