Un doble desastre

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«Los cantos de los muertos son los lamentos de los vivos.»


Eso pensó Eragon mientras pasaba por encima del cuerpo retorcido y


despedazado de un úrgalo. El rostro destrozado del monstruo lo miraba con


recelo mientras Eragon escuchaba los lamentos de las mujeres que retiraban a


sus seres queridos del suelo de Farthen Dûr, embarrado por la sangre. Tras él,


Saphira bordeó con delicadeza el cadáver. El único color que brillaba en la


penumbra de la montaña hueca procedía de sus escamas azules.


Habían pasado ya tres días desde que los vardenos y los enanos se


enfrentaran a los úrgalos por la posesión de Tronjheim, la ciudad montaña;


pero la matanza seguía desparramada por el campo de batalla. La cantidad de


cadáveres había frustrado la intención de enterrar a los muertos. A lo lejos, una


pira de fuego emitía un lúgubre brillo junto al muro de Farthen Dûr, donde


quemaban a los úrgalos. No había entierro ni honroso lugar de descanso para


ellos.


Al despertar, Eragon había descubierto que Angela había curado sus


heridas, y había intentado por tres veces colaborar en las tareas de


recuperación. En cada ocasión lo habían atacado terribles dolores que parecían


estallar en su columna, y los sanadores le habían proporcionado diversas


pociones. Arya y Angela le dijeron que estaba perfectamente sano; aun así, le


dolía. Saphira tampoco podía ayudar; apenas alcanzaba a compartir su dolor


cuando éste recorría el nexo mental que los unía.


Eragon se pasó una mano por la cara y alzó la vista a las estrellas que


asomaban por la cumbre de Farthen Dûr, difuminadas por el humo tiznado de


la pira. Tres días. Tres días desde que matara a Durza; tres días desde que la


gente empezara a llamarlo Asesino de Sombra; tres días desde que los restos del


brujo arrasaran su mente y lo salvara el misterioso Togira Ikonoka, el Lisiado que


está Ileso. Sólo había hablado de eso con Saphira. Luchar contra Durza y los


espíritus oscuros que lo controlaban había transformado a Eragon, pero aún no


sabía con certeza si para bien o para mal. Se sentía frágil, como si cualquier


golpe repentino pudiera hacer añicos su cuerpo y su conciencia, recién


reconstruidos.


Ahora había acudido al lugar del combate, impulsado por un morboso


deseo de ver las secuelas. Al llegar, no había encontrado más que la incómoda


presencia de la muerte y la descomposición, nada de la gloria que había


aprendido a esperar por las canciones heroicas.


Antes de que los Ra'zac asesinaran a su tío Garrow, la brutalidad que

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