Durante tres días y medio, los habitantes de Carvahall hablaron del último
ataque, de la tragedia de la muerte del joven Elmund y de lo que podían hacer
para salir de aquella situación, triplemente maldita. El debate se reprodujo con
amarga rabia en todas las habitaciones de todas las casas. Por una mera palabra
se enfrentaban los amigos entre sí, los maridos con sus esposas, los niños con
sus padres; todo para reconciliarse momentos más tarde en su frenético intento
de encontrar una manera de sobrevivir.
Algunos decían que, como Carvahall estaba condenada de todos modos,
bien podían matar a los Ra'zac y a los soldados que quedaban para, al menos,
tomarse su venganza. Otros opinaban que, si de verdad Carvahall estaba
condenada, la única salida lógica era rendirse y confiar en la piedad del rey,
incluso si eso implicaba la tortura y la muerte para Roran y la esclavitud de
todos los demás. Y aun quedaban otros que, en vez de secundar cualquiera de
esas opiniones, se sumían en una amarga furia negra dirigida contra quien
hubiera provocado aquella calamidad. Muchos hacían todo lo posible por
esconder su pánico en las profundidades de una jarra de cerveza.
Al parecer, los Ra'zac se habían percatado de que, tras la muerte de once
soldados, ya no tenían suficientes fuerzas para atacar Carvahall, y se habían
retirado más allá del camino, donde se contentaban con plantar centinelas en el
valle de Palancar y esperar.
-Si queréis mi opinión -dijo Loring en una reunión-, están esperando
que lleguen las pulgosas tropas de Ceunon o de Gil'ead.
Roran escuchó eso y muchas cosas más, evitó las discusiones y analizó en
silencio todos los planes. Todos parecían peligrosos. Aún no le había dicho a
Sloan que se había compro-metido con Katrina. Sabía que era estúpido
esperar, pero temía la reacción del carnicero cuando se enterase de que él y
Katrina se habían saltado la tradición, minando de paso su autoridad. Además,
el exceso de trabajo distraía su atención; se convenció de que el refuerzo de las
fortificaciones de Carvahall era, en ese momento, su tarea principal.
Conseguir que la gente ayudara resultó más fácil de lo que había
imaginado. Después de la última batalla, los aldeanos estaban más
predispuestos a escucharlo y obedecerlo; al menos, aquellos que no lo culpaban
a él de la situación en que se hallaban. Estaba fascinado por su nueva autoridad,
hasta que se dio cuenta de que procedía del asombro, respeto y tal vez incluso
miedo que había generado su capacidad de matar. Lo llamaban Martillazos.
Roran Martillazos.