Bajo el oscuro cielo

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Aquella noche llovió.


Capa tras capa de nubes preñadas cubrieron con su manto el valle de


Palancar, se aferraron a las montañas con sus brazos tenaces y llenaron el aire


con una niebla fría y pesada. Desde dentro, Roran contemplaba mientras los


cordones de lluvia gris acribillaban los árboles y llenaban de espuma sus hojas,


enfangaban la trinchera que rodeaba Carvahall y tamborileaban con dedos


rotundos en los techados de paja y en los alerones a medida que las nubes se


desprendían de su carga.


A media mañana la tormenta había amainado, aunque una llovizna


continua seguía horadando la niebla. Pronto empapó el pelo y la ropa de Roran


cuando éste ocupó la guardia en la barricada del camino principal. Se acuclilló


junto a los troncos verticales, se sacudió la capa y luego se encajó la capucha en


torno a la cara y trató de ignorar el frío.


A pesar del tiempo, Roran estaba excitado y exultante por la alegría que le


daba la aceptación de Katrina. ¡Estaban comprometidos! En su mente, era como


si la pieza que le faltaba al mundo hubiera encajado en su lugar, como si se le


garantizara la confianza de un guerrero invulnerable. Qué importaban los


soldados, o los Ra'zac, o el Imperio, ante un amor como el suyo. Pelillos a la


mar.


Sin embargo, a pesar de aquella nueva dicha, su mente estaba concentrada


por completo en lo que se había convertido en el acertijo más importante de su


existencia: cómo asegurarse de que Katrina sobreviviera a la ira de Galbatorix.


Desde que despertara, no había pensado en otra cosa. «Lo mejor sería que se


fuera a la granja de Cawley -decidió, con la mirada fija en el brumoso


camino-, pero no aceptará irse... Salvo que Sloan se lo mande. Tal vez consiga


convencerlo; estoy seguro de que desea tanto como yo librarla del peligro.


Mientras pensaba en maneras de abordar al carnicero, las nubes se


espesaron de nuevo y la lluvia redobló su asalto a la aldea, arqueándose en


oleadas punzantes. Alrededor de Roran los charcos cobraban vida cuando los


perdigones de agua tamborileaban en su superficie y rebotaban hacia arriba


como saltamontes asustados.


Cuando le entró hambre, Roran pasó la guardia a Larne, el hijo menor de


Loring, y se fue a comer algo, buscando a saltos refugio bajo los aleros. Al


doblar una esquina, le sorprendió ver a Albriech en el porche de su casa,


discutiendo violentamente con un grupo de hombres.


Ridley gritaba:


-... estás ciego. Si seguimos los álamos, no nos verán. Habéis escogido el camino equivocado.
-Pues pruébalo, si quieres.

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