Jeod Piernaslargas

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Si Roran hubiera sabido leer, le habría impresionado aún más el tesoro de


libros alineados en las paredes del estudio. Como no sabía, concentró su


atención en el hombre alto de cabello gris que los atendía tras un escritorio oval.


El hombre -Roran dio por hecho que se trataba de Jeod- parecía tan cansado


como el propio Roran. Tenía el rostro arrugado, marcado por las


preocupaciones y triste, y cuando se volvió hacia ellos, vieron brillar una fea


cicatriz que iba del cuero cabelludo hasta la sien izquierda. A Roran le pareció


que la marca indicaba el temple de aquel hombre. Un temple antiguo y tal vez


enterrado, pero férreo en cualquier caso.


-Siéntense -dijo Jeod-. No quiero ceremonias en mi propia casa. -Los


miró con curiosidad mientras se instalaban en los suaves sillones de cuero-.


¿Puedo ofrecerles pastas y una copa de licor de albaricoque? No puedo


dedicarles mucho tiempo, pero veo que llevan semanas por esos caminos y


recuerdo bien lo seca que quedaba mi garganta tras esa clase de viajes.


Loring sonrió.


-Sí. Desde luego, un trago de licor sería bienvenido. Es usted muy


generoso, señor.


-Para mi hijo, sólo un vaso de leche.


-Por supuesto, señora. -Jeod llamó al mayordomo, le dio sus


instrucciones y volvió a recostarse en su asiento-. Estoy en desventaja. Creo


que ustedes saben mi nombre, pero yo desconozco los suyos.


-Martillazos, a su servicio -dijo Roran.


-Mardra, a su servicio -dijo Birgit.


-Kell, a su servicio -dijo Nolfavrell.


-Y yo soy Wally, a su servicio -terminó Loring.


-Y yo estoy al de ustedes -respondió Jeod-. Bueno, Rolf ha


mencionado que querían hacer un negocio conmigo. Es de justicia que sepan


que no estoy en situación de comprar ni vender ningún bien, ni tengo el oro


necesario para invertir, ni imponentes navíos que puedan transportar lana y


comida, gemas y especias, por el inquieto mar. Entonces, ¿qué puedo hacer por


ustedes?


Roran apoyó los codos en las rodillas, entrelazó los dedos y se los quedó


mirando mientras ponía orden a sus pensamientos. «Un solo desliz podría


matarnos», se recordó.


-Por decirlo con sencillez, representamos a cierto grupo de gente que, por diversas razones, ha de comprar una gran cantidad de provisiones con muy poco dinero. Sabemos que sus propiedades serán subastadas pasado mañana para pagar sus deudas y nos gustaría hacerle una oferta por los bienes que nos convienen. Hubiéramos esperado hasta la subasta, pero las circunstancias urgen


y no podemos perder otros dos días. Si hemos de llegar a un acuerdo, ha de ser


esta noche o mañana, a más tardar.

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