El reloj de Oromis zumbó como un abejorro gigante, causando un gran
estruendo en los oídos de Eragon hasta que éste agarró el cacharro y activó el
mecanismo.
La rodilla golpeada estaba morada, se sentía magullado por el ataque y
por la Danza élfica de la Serpiente y la Grulla, y tenía tan mal la garganta que
apenas podía hacer otra cosa que graznar. La peor herida, sin embargo, afectaba
a su sensación premonitoria de que aquélla no sería la última vez que la herida
de Durzan le causaría problemas. La perspectiva lo enfermaba, pues le
consumía la energía y la voluntad.
Pasan tantas semanas entre un ataque y el siguiente -dijo- que empezaba a
esperar que tal vez, tal vez, estuviera curado... Supongo que si he aguantado tanto,
habrá sido por pura suerte.
Saphira estiró el cuello y le acarició un brazo con el morro.
Ya sabes que no estás solo, pequeñajo. Haré todo lo que pueda por ayudarte.
Eragon respondió con una débil sonrisa. Luego Saphira le lamió la cara y
añadió:
Tendrías que prepararte para salir.
Ya lo sé.
Se quedó mirando el suelo, sin ganas de moverse, y luego se arrastró hasta
el baño, donde se lavó como los gatos y usó la magia para afeitarse.
Estaba secándose cuando sintió que una presencia entraba en contacto con
su mente. Sin detenerse a pensar, Eragon empezó a fortificar la mente,
concentrándose en la imagen del dedo gordo del pie para excluir cualquier otra
cosa. Entonces oyó que Oromis le decía:
Admirable, pero innecesario. Hoy, tráete a Zar'roc.
La presencia se desvaneció.
Eragon soltó un suspiro tembloroso.
He de estar más atento -dijo a Saphira-. Si llega a ser un enemigo, habría
quedado a su merced.
No mientras yo esté a tu lado.
Terminadas las abluciones, Eragon soltó la membrana de la pared y montó
en Saphira, sosteniendo a Zar'roc bajo el brazo.
Saphira alzó el vuelo con un remolino de aire y torció hacia los riscos de
Tel'naeír. Desde las alturas pudieron ver los daños que había provocado la
tormenta en Du Weldenvarden. En Ellesméra no había caído ningún árbol, pero más allá, donde la magia de los elfos resultaba más débil, se habían desplomado numerosos pinos. El viento todavía provocaba que los árboles caídos y las ramas se rozaran, generando un crispado coro de crujidos y gemidos. Nubes de polen dorado, espesas como el polvo, se derramaban desde los árboles y las
flores.
Mientras volaban, Eragon y Saphira intercambiaron recuerdos de lo que
habían aprendido por separado el día anterior. Él le contó lo que había