En cuanto apareció el sol sobre el horizonte de árboles alineados, Eragon
respiró más hondo, ordenó a su corazón que se acelerara y abrió los ojos para
recuperar del todo la conciencia. No estaba dormido, pues no había vuelto a
dormir desde su transformación. Cuando estaba débil y se tumbaba a
descansar, entraba en un estado parecido a soñar despierto. Allí percibía
muchas visiones asombrosas y caminaba entre las sombras grises de su
memoria; sin embargo, permanecía consciente de cuanto lo rodeaba.
Contempló el amanecer, y los pensamientos sobre Arya invadieron su
mente, igual que en todas las horas transcurridas desde el Agaetí Blödhren, dos
días antes. A la mañana siguiente de la celebración había ido a buscarla al salón
Tialdarí -con la intención de excusarse por su comportamiento-, sólo para
descubrir que ya había partido hacia Surda. «¿Cuándo volveré a verla?», se
preguntaba. Bajo la clara luz del día se había dado cuenta de la medida en que
la magia de los elfos y los dragones le había perturbado el conocimiento
durante el Agaetí Blödhren. «Tal vez haya actuado como un tonto, pero no fue
del todo por culpa mía. Tenía la misma responsabilidad por mi conducta que si
hubiera estado borracho.»
Aun así, todas las palabras que le había dicho a Arya eran verdaderas,
pese a que en condiciones normales no se habría sincerado tanto. Su rechazo le
había llegado a lo más hondo. Libre de los hechizos que le habían nublado la
mente, se veía obligado a admitir que probablemente ella tenía razón, que la
diferencia de edad era demasiado grande. Le costaba aceptarlo, y cuando al fin
lo consiguió, aquella noción no hacía más que aumentar su angustia.
Eragon había oído antes la expresión «corazón partido». Hasta entonces
siempre la había considerado como una descripción fantasiosa, no un
verdadero síntoma físico. Sin embargo, ahora sentía un profundo dolor en el
pecho -como si tuviera un músculo dañado- y le dolía cada latido del co-
razón.
Su único consuelo era Saphira. Durante esos días no había criticado
ninguno de sus actos ni lo había dejado solo más que unos pocos minutos, y le
había prestado todo el apoyo de su compañía. También hablaba mucho con él y
hacía todo lo posible por sacarlo del caparazón de su silencio.
Para evitar pasarse el tiempo pensando en Arya, Eragon sacó el anillo
rompecabezas de Orik de su mesita de noche y lo rodó entre los dedos,
maravillado por lo mucho que se habían afinado sus sentidos. Podía notar hasta
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