Represalias

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Cuando Roran se mostró de acuerdo con su plan, Horst empezó a repartir


palas, horcas y mayales, cualquier cosa que pudiera servir para echar a los


soldados y a los Ra'zac a golpes.


Roran sopesó una pica y la dejó a un lado. Aunque nunca le habían


interesado las historias de Brom, había una, la «Canción de Gerand», que


resonaba en su interior cada vez que la oía. Hablaba de Gerand, el mayor


guerrero de su época, que cambió su espada por una esposa y una granja. Sin


embargo, no encontró la paz porque un señor celoso inició una contienda de


sangre contra su familia, lo cual obligó a Gerand a volver a matar. Pero no peleó


con su espada, sino con un simple martillo.


Roran se acercó a la pared y cogió un martillo de tamaño mediano que


tenía el mango largo y un lado de la cabeza redondo. Se lo pasó de una mano a


otra, se acercó a Horst y le preguntó:


-¿Puedo quedarme esto?


Horst contempló la herramienta y luego miró a Roran:


-Úsalo con sabiduría. -Después se dirigió al resto del grupo-.


Escuchadme. No los queremos matar, sino asustarlos. Romped unos cuantos


huesos si queréis, pero no os dejéis llevar. Y pase lo que pase, no os quedéis a


pelear. Por muy valientes y heroicos que seáis, recordad que ellos son soldados


bien entrenados.


Una vez estuvieron todos bien equipados, abandonaron la fragua y se


abrieron paso por Carvahall hacia el límite del campamento de los Ra'zac. Los


soldados ya se habían acostado, salvo cuatro centinelas que patrullaban el


perímetro de tiendas grises. Los dos caballos de los Ra'zac estaban atados junto


a las ascuas de una fogata.


Horst repartió órdenes en voz baja: envió a Albriech y Delwin a emboscar


a dos centinelas, y a Parr y Roran a por los otros dos.


Roran contuvo el aliento mientras acechaba al soldado despistado. Su


corazón empezó a estremecerse, y la energía le aguijoneó las extremidades. Se


escondió tras la esquina de una casa, temblando, y esperó la señal de Horst.


«Espera.»


«Espera.»


Con un rugido, Horst abandonó su escondite y dirigió la carga hacia las


tiendas. Roran se lanzó adelante y agitó el martillo, que alcanzó al centinela en


el hombro con un crujido espeluznante.


El hombre aulló y soltó su alabarda. Se tambaleó al recibir nuevos golpes


de Roran, en las costillas y en la espalda. Roran alzó de nuevo el martillo, y el


hombre se retiró, pidiendo ayuda a gritos.
Roran corrió tras él, gritando incoherencias. Lanzó un golpe al lateral de


una tienda de lana, pisoteó a quien hubiera dentro y luego aplastó un yelmo

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