La promesa de Saphira

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A la mañana siguiente de su encuentro con el Consejo de Ancianos, Eragon


limpiaba y engrasaba la silla de Saphira -con cuidado de no extenuarse-


cuando apareció Orik de visita. El enano esperó a que Eragon terminara con


una correa y luego preguntó:


-¿Hoy te encuentras mejor?


-Un poco.


-Bien, a todos nos hace falta recuperar fuerzas. He venido en parte para


saber cómo estabas y en parte porque Hrothgar quiere hablar contigo, si estás


disponible.


Eragon dirigió una sonrisa irónica al enano.


-Para él siempre estoy disponible. Seguro que ya lo sabe.


Orik se rió.


-Ah, pero es más educado pedirlo amablemente. -Mientras Eragon


dejaba la silla, Saphira salió de su rincón acolchado y saludó a Orik con un


gruñido amistoso-. Buenos días también para ti -dijo con una reverencia.


Orik los llevó por uno de los cuatro pasillos principales de Tronjheim


hacia la cámara central y las dos escaleras gemelas que descendían trazando


curvas hacia el salón del trono del rey de los enanos, en el subsuelo. Antes de


llegar a la cámara, sin embargo, el enano tomó otra escalera menor que


descendía. Eragon tardó un poco en darse cuenta de que Orik había tomado un


camino lateral para no tener que ver los restos destrozados de Isidar Mithrim.


Se detuvieron ante unas puertas de granito con una corona de siete puntas


grabada. A cada lado de la entrada había siete enanos cubiertos con armaduras,


que golpearon simultáneamente el suelo con los palos de sus azadones.


Mientras resonaba el eco del golpe de la madera contra la piedra, las puertas se


abrieron hacia dentro.


Eragon se despidió de Orik con un gesto y luego entró en la oscura sala


con Saphira. Avanzaron hacia el trono distante, pasando ante las rígidas


estatuas, hírna, de antiguos reyes enanos. Al pie del pesado trono negro, Eragon


hizo una reverencia. El rey devolvió el gesto inclinando la cabeza, cubierta con


su melena plateada, y los rubíes encastrados en su yelmo de oro brillaron


suavemente bajo la luz como chispas de hierro candente. Volund, el martillo de


guerra, descansaba sobre sus piernas malladas. Hrothgar habló:


-Asesino de Sombras, bienvenido a mi salón. Has hecho muchas cosas


desde que nos vimos por última vez. Y, según parece, se ha demostrado que me


equivoqué con Zar'roc. La espada de Morzan será bienvenida en Tronjheim


siempre que seas tú quien la lleve.


-Gracias -contestó Eragon, al tiempo que se levantaba.
-Además -tronó el enano-, queremos que conserves la armadura que

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