El huevo roto y el nido desparramado

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— Concéntrate, Eragon —dijo Oromis, aunque no sin amabilidad. Eragon pestañeó y se frotó los ojos en un intento de concentrarse en los glifos que decoraban el curvado papel de pergamino que tenía delante. —Lo siento, Maestro. La debilidad tiraba de él como si llevara pesas de plomo atadas a las piernas. Entrecerró los ojos para mirar los glifos, curvados y puntiagudos, levantó la pluma de ganso y empezó a copiarlos de nuevo. A través de la ventana que quedaba detrás de Oromis, el sol poniente trazaba líneas de sombra en el saledizo verde de la cumbre de los riscos de Tel'naeír. Más allá, nubes livianas como plumas cubrían el cielo. Cuando una línea de dolor ascendió por la pierna de Eragon, éste contrajo la mano, rompió la punta de la pluma y esparció la tinta sobre el papel, estropeándolo. Al otro lado, también Oromis se llevó un susto y se agarró el brazo derecho. ¡Saphira! —gritó Eragon. Trató de conectar con su mente y, para su asombro, se vio bloqueado por barreras impenetrables que ella misma había erigido. Apenas la sentía. Era como si intentara atrapar una esfera de granito pulido recubierta de aceite. Ella se deslizaba fuera de su alcance. Miró a Oromis. —Les ha pasado algo, ¿verdad? —No lo sé. Glaedr vuelve, pero se niega a hablar conmigo. Tras sacar de la pared a Naegling, su espada, Oromis salió a grandes zancadas y se plantó en el borde de los riscos, con la cabeza alzada mientras esperaba que apareciera el dragón dorado. Eragon se unió a él, pensando en todo aquello —probable o improbable— que pudiera haberle ocurrido a Saphira. Los dos dragones se habían ido a mediodía, volando hacia el norte hasta un lugar llamado Piedra de los Huevos Rotos, donde anidaban los dragones en los salvajes tiempos pasados. Era un viaje fácil. «No pueden ser los úrgalos; los elfos no los dejan entrar en Du Weldenvarden», se dijo. Al fin apareció a la vista Glaedr en lo alto, apenas una mancha intermitente entre las nubes oscuras. Mientras descendía hacia la tierra, Eragon vio una herida en la parte de atrás de la pata derecha delantera del dragón, un tajo en las escamas superpuestas, ancho como la mano de Eragon. La sangre escarlata recorría los espacios entre las escamas que rodeaban esa zona. En cuanto Glaedr tocó el suelo, Oromis corrió hacia él, pero se detuvo al ver que el dragón le rugía. Saltando sobre la pierna herida, Glaedr se arrastró  hacia el límite del bosque, donde se acurrucó bajo las ramas estiradas, de espaldas a Eragon, y se dispuso a lamerse la herida para limpiarla. Oromis se acercó y se arrodilló entre los tréboles junto a Glaedr, manteniendo la distancia con una tranquila paciencia. Era obvio que estaba dispuesto a esperar tanto como fuera necesario. Eragon se fue agitando a medida que pasaron los minutos. Al fin, con alguna señal tácita, Glaedr permitió que Oromis se acercara y le inspeccionara la pierna. La magia fluyó del Gedwëy ignasia de Oromis cuando éste apoyó la mano en la herida de las escamas de Glaedr. —¿Cómo está? —preguntó Eragon cuando Oromis se apartó. —Parece una herida terrible, pero para alguien tan grande como Glaedr no es más que un rasguño. —¿Y qué pasa con Saphira? Sigo sin poder entrar en contacto con ella. —Debes ir a buscarla —respondió Oromis—. Ha sufrido varias heridas. Glaedr ha explicado poco de lo que pasó pero he intuido mucho, así que harías bien en darte prisa. Eragon miró alrededor en busca de algún medio de transporte y gruñó de angustia al confirmar que no había ninguno. —¿Cómo puedo llegar hasta ella? Está demasiado lejos para ir corriendo, no hay rastro que seguir y no puedo... —Cálmate, Eragon. ¿Cómo se llamaba el corcel que te trajo desde Sílthrim? A Eragon le costó un instante recordarlo: —Folkvír. —Pues invócalo con tu conocimiento de la gramaticia. Menciona su nombre y tu necesidad en este lenguaje, el más poderoso de todos, y acudirá en tu ayuda. Permitiendo que la magia invadiera su voz, Eragon exclamó el nombre de Folkvír y el eco envió su súplica por las boscosas colinas hacia Ellesméra, con tanta urgencia como le fue posible. Oromis asintió, satisfecho. —Bien hecho. Doce minutos después, Folkvír emergió como un fantasma plateado de las oscuras sombras, entre los árboles, agitando sus crines y relinchado excitado. Los flancos del semental se agitaban por la velocidad del viaje. Eragon pasó una pierna sobre el pequeño caballo élfico y dijo: —Regresaré en cuanto pueda. —Haz lo que debas —contestó Oromis. Entonces Eragon apretó los talones en torno a las costillas de Folkvír y exclamó: —¡Corre, Folkvír, corre! El caballo dio un salto y se lanzó hacia Du Weldenvarden, abriéndose paso con una increíble destreza entre los pinos retorcidos. Eragon lo guió hacia Saphira con las imágenes de su mente.

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