Narda

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Roran se apoyó en una rodilla y se rascó la barba recién crecida mientras


bajaba la mirada hacia Narda.


El pequeño pueblo era oscuro y compacto como un mendrugo de pan de


cebada encajado en una grieta a lo largo de la costa. Más allá, un mar del color


del vino brillaba bajo los últimos rayos del agonizante crepúsculo. El agua lo


fascinaba: era totalmente distinta del paisaje al que estaba acostumbrado.


«Lo hemos conseguido.»


Roran abandonó el promontorio y regresó andando a su tienda


improvisada, disfrutando de las profundas bocanadas de aire salado. Habían


acampado en lo alto de las estribaciones de las Vertebradas para evitar ser


detectados por cualquiera que pudiera anunciar su paradero al Imperio.


Mientras paseaba entre los grupos de aldeanos apiñados bajo los árboles,


Roran supervisó con pena y rabia la condición en que se encontraban. La


excursión desde el valle de Palancar había dejado a la gente enferma, maltrecha


y agotada; tenían los rostros descarnados por falta de comida y la ropa


harapienta. Casi todos llevaban andrajos atados en torno a las manos para


evitar la congelación en las gélidas noches de la montaña. Después de acarrear


pesadas cargas durante semanas, los hombros, antes alzados con orgullo,


parecían ahora caídos. La peor visión era la de los niños: delgados y tan


callados que no parecía natural.


«Merecen algo mejor -pensó Roran-. Si no me hubieran protegido,


ahora estaría entre las zarpas de los Ra'zac.»


Muchos se acercaban a Roran, y la mayoría sólo quería una palmada en la


espalda o una palabra de consuelo. Algunos le ofrecían algo de comida, que él


rechazaba o, si le insistían, aceptaba para dársela a alguien. Los que guardaban


la distancia lo miraban con ojos abiertos y pálidos. Sabía lo que decían de él:


que estaba loco, que lo habían poseído los espíritus, que ni siquiera los Ra'zac


podían derrotarlo.


Cruzar las Vertebradas había sido incluso más duro de lo que Roran


esperaba. En el bosque no había más senderos que las pistas de caza, demasiado


estrechas, empinadas y serpenteantes para el grupo. En consecuencia, los


aldeanos se veían obligados a abrirse paso a machetazos entre los árboles y la


maleza, un doloroso esfuerzo que todos despreciaban, entre otras cosas porque


facilitaba al Imperio la tarea de seguirles la pista. La única ventaja de la


situación era que el hombro herido de Roran recuperó la fortaleza anterior,


aunque seguía teniendo problemas para alzar el brazo en según qué ángulo.

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