Cuando se despertó, Eragon estaba solo. Al abrir los ojos, se quedó mirando el techo tallado de la casa que él y Saphira compartían en el árbol. Fuera seguía reinando la noche, y los sonidos de la fiesta de los elfos se alzaban desde la brillante ciudad que quedaba allá abajo. Antes de que pudiera percibir nada más, Saphira entró en su mente, irradiando preocupación y ansiedad. Recibió una imagen de ella plantada delante de Islanzadí en el árbol Menoa, y luego Saphira le preguntó: ¿Cómo estás? Me encuentro... bien. Hacía mucho tiempo que no me encontraba tan bien. ¿Cuánto rato llevo...? Sólo una hora. Me hubiera quedado contigo, pero necesitaban que Oromis, Glaedry yo completáramos la ceremonia. Tendrías que haber visto la reacción de los elfos cuando te has desmayado. Nunca había pasado nada así. ¿Ha sido obra tuya, Saphira? No sólo mía, también de Glaedr. Los recuerdos de nuestra raza, que tomaron forma y sustancia por medio de la magia de los elfos, te han ungido con toda la capacidad que poseemos los dragones, pues eres nuestra mejor esperanza para evitar la extinción. No lo entiendo. Mírate al espejo -le sugirió-. Luego descansa y, al amanecer, volveré contigo. Saphira se fue, y Eragon se levantó y estiró los músculos, asombrado por la sensación de bienestar que lo invadía. Fue a la zona de baño, cogió el espejo que solía usar para afeitarse y lo puso bajo la luz de una antorcha cercana. Eragon se quedó paralizado por la sorpresa. Era como si los numerosos cambios físicos que, con el paso del tiempo, alteran la apariencia de un Jinete humano -y que Eragon había empezado a experimentar desde que se vinculara con Saphira- se hubieran completado mientras permanecía inconsciente. Su rostro era ahora suave y anguloso como el de un elfo, con las orejas puntiagudas como ellos, ojos rasgados como los suyos y una piel pálida como el alabastro que parecía emitir un leve brillo, como el lustre de la magia. «Parezco un principito.» Eragon nunca había aplicado el término a un humano, y mucho menos a sí mismo, pero la única palabra que podía describirlo ahora era «hermoso». Y sin embargo, no llegaba a ser un elfo. La mandíbula era más fuerte; la frente, más gruesa; el rostro, más ancho. Era más bello que cualquier humano y más tosco que cualquier elfo. Con dedos temblorosos, Eragon alargó una mano hacia la nuca en busca de la cicatriz.
No sintió nada. Eragon se arrancó la túnica y se volvió ante el espejo para examinarse la espalda. Estaba lisa, como antes de la batalla de Farthen Dûr. Las lágrimas saltaron a sus ojos cuando pasó la mano por el lugar en que lo había mutilado Durza. No sólo ya no estaba la marca salvaje que él había elegido conservar, sino que todas las demás cicatrices y manchas habían desaparecido de su cuerpo, dejándolo impecable como el de un recién nacido. Eragon trazó una línea por su muñeca, donde se había cortado afilando el azadón de Garrow. No quedaba ni rastro de la herida. Las emborronadas cicatrices de la cara interior de los muslos, restos de su primer vuelo con Saphira, también habían desaparecido. Durante un instante las añoró, pues eran un registro de su vida, pero el lamento fue breve, pues se dio cuenta de que el daño provocado por todas las heridas de su vida, incluso el más leve, había sido reparado. «Me he convertido en lo que estaba destinado a ser», pensó, y respiró hondo aquel aire embriagador. Dejó el espejo en la cama y se arregló con sus mejores ropas: una túnica encarnada, cosida con hilo de oro; un cinturón tachonado de jade; mallas cálidas y acolchadas; un par de botas de tela, favoritas de los elfos, y en los antebrazos, los protectores de piel que le habían regalado los enanos. Eragon bajó del árbol, deambuló por las sombras de Ellesméra y observó la jarana de los elfos en la fiebre de la noche. Ninguno lo reconoció, aunque lo saludaban como si fuera uno más y lo invitaban a compartir sus fiestas saturnales. Eragon flotaba en un estado de conciencia reforzada, con los sentidos atiborrados por una multitud de nuevas visiones, sonidos, olores y sentimientos que lo asaltaban. Podía ver en una oscuridad que, hasta entonces, lo hubiera dejado ciego. Podía tocar una hoja y, sólo por el tacto, contar de uno en uno los cabellos que crecían en ella. Podía identificar los olores que le llegaban con tanta habilidad como un lobo o un dragón. Y podía oír los pasitos de los ratones bajo la maleza y el ruido de un fragmento de corteza al caer al suelo; el latido de su corazón le parecía un tambor. Su deambular sin rumbo lo llevó más allá del árbol de Menoa, donde se detuvo a mirar a Saphira en medio de la fiesta, aunque no se mostró a quienes estaban en el claro. ¿Adonde vas, pequeñajo? -le preguntó. Vio que Arya se levantaba, abandonaba la compañía de su madre y se abría camino entre los elfos reunidos y luego, como un espíritu del bosque, se deslizaba bajo los árboles. Camino entre la luz y la oscuridad -respondió, y caminó tras Arya. Eragon siguió su pista por su delicado aroma de pinaza aplastada, por el leve tacto de sus pies en el suelo y por los disturbios que su estela provocaba en el aire. La encontró sentada a solas al borde del claro, con pose de criatura salvaje mientras contemplaba los giros de las constelaciones en lo alto del cielo. Cuando Eragon entró en el claro, Arya lo miró y él sintió que lo veía por primera vez. Abrió mucho los ojos y susurró: -¿Eres tú, Eragon? -Sí. -¿Qué te han hecho? -No lo sé. Se acercó a ella, y juntos pasearon por los densos bosques, a los que el eco llevaba fragmentos de música y voces de la fiesta. Tras sus cambios, Eragon tenía una aguda conciencia de la presencia de Arya, del susurro de su ropa sobre la piel, de la suave y pálida exposición de su cuello y de sus pestañas, recubiertas por una capa de aceite que las hacía brillar y curvarse como pétalos negros húmedos de lluvia. Se detuvieron en la orilla de un estrecho arroyo, tan claro que resultaba invisible bajo la tenue luz. Lo único que traicionaba su presencia era el profundo gorgoteo del agua al derramarse sobre las piedras. Alrededor de ellos, los gruesos pinos formaban una cueva con sus ramas, escondiendo a Eragon y Arya del mundo y amortiguando el aire, frío y tranquilo. El hueco parecía no tener época, como si fuera ajeno al mundo y estuviera protegido por la magia contra el aliento marchito del tiempo. En aquel lugar secreto, Eragon se sintió de pronto cercano a Arya, y toda su pasión por ella se abalanzó en su mente. Estaba tan intoxicado por la fuerza y la vitalidad que recorría sus venas -así como por la magia indómita que llenaba el bosque-, que abandonó la precaución y dijo: -Qué altos son los árboles, cómo brillan las estrellas... y qué hermosa estás, oh Arya Svit-kona. En circunstancias normales, él mismo habría considerado aquel comentario como la cúspide de la estupidez, pero en aquella noche fantasiosa y alocada, parecía perfectamente sensato. Ella se tensó. -Eragon... Él ignoró el aviso. -Arya, haré lo que sea por obtener tu mano. Te seguiría a los confines de la tierra. Construiría un palacio para ti con mis manos desnudas. Haría... -¿Quieres dejar de perseguirme? ¿Me lo puedes prometer? -Al ver que él dudaba, Arya se acercó más a él y, en tono grave y gentil, añadió-: Eragon, esto no puede ser. Tú eres joven y yo soy vieja, y eso no va a cambiar nunca. -¿No sientes nada por mí? -Mis sentimientos por ti -dijo ella- son los propios de una amiga, nada más. Te agradezco que me rescataras en Gil'ead y encuentro agradable tu compañía. Eso es todo... Abandona esta búsqueda tuya, pues no hará más que partirte el corazón. Y encuentra alguien de tu edad con quien puedas pasar largos años. Las lágrimas brillaban en los ojos de Eragon. -¿Cómo puedes ser tan cruel? -No soy cruel, sino amable. No estamos hechos el uno para el otro. Desesperado, él sugirió: -Podrías darme tus recuerdos, y así tendría el mismo conocimiento y tanta experiencia como tú.
-Sería una aberración. -Arya alzó la barbilla, con el rostro grave y solemne, teñido de plata por el brillo de las estrellas-. Escúchame bien, Eragon. Esto no puede ser y no será. Y mientras no te domines, nuestra amistad tiene que dejar de existir, pues tus emociones no hacen más que distraernos de nuestros deberes. -Le dedicó una reverencia-. Adiós, Eragon Asesino de Sombras. Luego echó a andar a grandes zancadas y desapareció en Du Weldenvarden. Entonces las lágrimas se derramaron por las mejillas de Eragon y cayeron sobre el musgo, donde permanecieron sin ser absorbidas, como perlas esparcidas en una manta de terciopelo esmeralda. Aturdido, Eragon se sentó en un tronco podrido y enterró la cara entre las manos, llorando por la condena de que su amor por Arya no fuera correspondido, y llorando por haberla apartado aún más de sí. En pocos instantes, Saphira se unió a él. Ah, pequeñajo. -Lo acarició con el hocico-. ¿Por qué has tenido que hacerte esto? Ya sabías lo que iba a pasar si intentabas cortejar de nuevo a Arya. No he podido evitarlo. Se rodeó el vientre con los brazos y se balanceó sobre el tronco, reducido al hipo de los sollozos por la fuerza de su desgracia. Saphira lo cubrió con su cálida ala y lo acercó a ella, como haría la madre de un halcón con su criatura. Eragon se apretujó a ella y se quedó acurrucado mientras la noche se convertía en día y el Agaetí Blödhren tocaba a su fin.
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