El regalo de los dragones

173 1 0
                                    

Los días anteriores al Agaetí Blödhren fueron los mejores y los peores para Eragon. Su espalda le daba más problemas que nunca, pues reducía su salud y su resistencia y destruía la paz de su mente; vivía en un miedo constante de provocar un episodio de dolor. En cambio, él y Saphira nunca se habían sentido tan cercanos. Vivían tanto en la mente del otro como en la propia. Y de vez en cuando Arya acudía de visita a la casa del árbol y paseaba por Ellesméra con Eragon y Saphira. Nunca iba sola, sin embargo, pues siempre llevaba consigo a Orik o a Maud, la mujer gata. En el decurso de sus paseos, Arya presentó a Eragon y Saphira a elfos distinguidos: grandes guerreros, poetas y artistas. Los llevó a conciertos que se celebraban bajo el techado de los pinos. Y les enseñó muchas maravillas ocultas de Ellesméra. Eragon aprovechaba cualquier ocasión para hablar con ella. Le habló de su crianza en el valle de Palancar, de Roran, Garrow y su tía Marian, le contó historias de Sloan, Ethlbert y los demás aldeanos, y de su amor por las montañas que rodeaban Carvahall y de las láminas de luz llameante que adornaban el cielo en las noches de invierno. Le contó la ocasión en que una zorra cayó en las cubas que Geldric usaba para encurtir y tuvieron que sacarla con una red, como si fuera un pez. Le explicó la alegría que le producía plantar un cultivo, desherbarlo y alimentarlo, y ver cómo crecían los tiernos brotes verdes bajo sus cuidados; una alegría que ella podía apreciar mejor que nadie. A cambio, Eragon obtuvo algún atisbo ocasional de la vida de Arya. Oyó alguna mención de su infancia, sus amigos y su familia, y de sus experiencias entre los vardenos, de las que hablaba con toda libertad, describiendo expediciones y batallas en las que había participado, tratados que había ayudado a negociar, sus disputas con los enanos y los sucesos trascendentales que había presenciado durante su actividad como embajadora. Entre ella y Saphira, el corazón de Eragon encontró una cierta medida de paz, pero era un equilibrio precario que la menor influencia podía perturbar. El propio tiempo era un enemigo, pues Arya estaba destinada a abandonar Du Weldenvarden después del Agaetí Blödhren. De modo que Eragon atesoraba sus momentos con ella y temía la llegada de la inminente celebración. Toda la ciudad rebullía de actividad a medida que los elfos preparaban el Agaetí Blödhren. Eragon nunca los había visto tan excitados. Decoraban el bosque con banderolas de colores y antorchas, sobre todo en torno al árbol Menoa, mientras que el propio árbol lo adornaban con una antorcha en la punta de cada rama, de donde pendían como lágrimas luminosas. Incluso las plantas, según percibió Eragon, tomaban una apariencia festiva con una colección de flores nuevas y brillantes. A menudo oía que los elfos les cantaban a altas horas de la noche. Cada día llegaban a Ellesméra cientos de elfos de sus ciudades desparramadas entre los bosques, pues ningún elfo que pudiera evitarlo se perdería la celebración centenaria del tratado con los dragones. Eragon suponía que muchos de ellos acudían también para conocer a Saphira. «Parece que no hago más que repetir su saludo», pensó. Los elfos que debían ausentarse por sus responsabilidades mantenían sus propias fiestas simultáneas y participaban en las ceremonias de Ellesméra invocando en espejos encantados que reflejaban a quienes sí contemplaban la celebración, de modo que nadie se sintiera como si fuera espiado. Una semana antes del Agaetí Blödhren, cuando Eragon y Saphira estaban a punto de volver a sus aposentos desde los riscos de Tel'naeír, Oromis dijo: —Deberíais pensar los dos qué podéis llevar a la Celebración del Juramento de Sangre. Salvo que vuestras creaciones requieran la magia para existir, o para funcionar, sugiero que evitéis usar la gramaticia. Nadie respetará vuestra obra si es el fruto de un hechizo y no del trabajo de vuestras manos. Además, sugiero que hagáis una obra distinta cada uno. También es una costumbre. Mientras volaban, Eragon preguntó a Saphira: ¿Tienes alguna idea? Quizá. Pero si no te importa, me gustaría ver si funciona antes de contártelo. Eragon captó parte de una imagen de su mente, que incluía un montículo desnudo de piedra que emergía del suelo del bosque, antes de que ella lo escondiera. ¿No me das una pista? Sonrió. Fuego. Mucho fuego. De vuelta en la casa del árbol, Eragon enumeró sus habilidades y pensó: «Sé más de agricultura que de cualquier otra cosa, pero no veo cómo puedo convertir eso en una ventaja. Tampoco puedo tener esperanzas de competir con los elfos en magia, o de igualar sus logros con las artes que me resultan familiares. Sus talentos sobrepasan los de los mejores artesanos del Imperio». Pero tienes una cualidad de la que carecen todos los demás —dijo Saphira. Ah, ¿sí? Tu identidad. Tu historia, tus gestas y tu situación. Úsalas para dar forma a tu creación y producirás algo único. Hagas lo que hagas, básalo en lo que sea más importante para ti. Sólo entonces tendrá profundidad y significado, y hallará eco en los demás. La miró sorprendido. No me había dado cuenta de que supieras tanto de arte. Nada sé—dijo ella—. Te olvidas de que me pasé una tarde entera viendo a Oromis pintar sus pergaminos cuando te fuiste volando con Glaedr. Oromis habló un poquito de este asunto. Ah, sí, lo había olvidado. Cuando Saphira se fue para iniciar su proyecto, Eragon caminó de un lado a otro ante el portal abierto de su habitación, cavilando lo que le había dicho.

eldestDonde viven las historias. Descúbrelo ahora