Cae el martillo

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La luna flotaba en lo alto entre las estrellas cuando Roran abandonó la tienda
improvisada que compartía con Baldor, se acercó al límite del campamento y
reemplazó a Albriech, que montaba guardia.
-Nada de que informar -susurró Albriech, antes de irse.
Roran armó el arco y plantó bocarriba tres flechas con plumas de oca en el
suelo, al alcance de su mano; luego se envolvió en una manta y se acurrucó
contra la roca que quedaba a su izquierda. Aquella posición le permitía una
buena visión desde arriba hacia las oscuras estribaciones del monte.
Como tenía por costumbre, Roran dividió el paisaje en cuadrantes y
dedicó un minuto entero a examinar cada uno, siempre atento al fulgor de un
movimiento o a un atisbo de luz que pudiera traicionar la proximidad de los
enemigos. Pronto su mente empezó a deambular, pasando de un asunto a otro
con la brumosa lógica de los sueños, distrayéndolo de la tarea. Se mordió los
carrillos para obligarse a concentrarse. Era difícil permanecer despierto con
aquel clima tan suave...
Roran estaba encantado de haberse librado de que le tocaran por sorteo las
dos guardias previas al amanecer, pues en ellas no tenías ocasión de recuperar
luego el sueño atrasado y te sentías agotado durante todo el día.
Un golpe de aire pasó junto a él, acariciándole las orejas y erizándole el
vello de la nuca en un mal presagio. Aquel tacto molesto asustó a Roran y
arruinó cualquier cosa que no fuera la convicción de que tanto él como los
demás aldeanos corrían un peligro mortal. Se echó a temblar como si tuviera
fiebre, el corazón se arrancó a latir con fuerza y tuvo que resistirse con esfuerzo
al impulso de abandonar la guardia y huir. «¿Qué me pasa?» Hasta tumbar una
de aquellas flechas le costaba un esfuerzo.
Al este, una sombra se destacó en el horizonte. Visible sólo como un vacío
entre las estrellas, flotaba como un velo ajado en el cielo hasta que cubrió la
luna, donde permaneció suspendida, iluminada desde atrás. Roran distinguió
las alas translúcidas de una de las monturas de los Ra'zac.
La criatura negra abrió el pico y soltó un aullido largo, desgarrador. Roran
hizo una mueca de dolor por la frecuencia aguda de aquel grito. Le acuchillaba los tímpanos, le helaba la sangre y tornaba la alegría y la esperanza en desánimo. El sonido ululante despertó a todo el bosque. En kilómetros a la redonda, los pájaros y las bestias estallaron en un coro quejoso de pánico, incluido, para mayor alarma de Roran, lo que quedaba del ganado de los aldeanos.
Tambaleándose de un árbol a otro, Roran regresó al campamento y
susurró a todos los que se encontraban con él:
-Han venido los Ra'zac. Callaos y permaneced donde estáis.
Vio a los demás centinelas moviéndose entre los asustados aldeanos,
extendiendo el mismo mensaje.
Fisk salió de su tienda con una lanza en la mano y rugió:
-¿Nos atacan? ¿Qué ha provocado esos malditos...?
Roran tiró al suelo al carpintero para silenciarlo y pronunció un quejido
apagado al aterrizar sobre el hombro derecho, lo cual despertó el dolor de la
vieja herida.
-Los Ra'zac -gruñó Roran a Fisk.
Fisk se quedó quieto y preguntó en voz baja:
-¿Qué debo hacer?
-Ayúdame a calmar a los animales.
Juntos se abrieron camino entre el campamento hasta el prado que se
extendía a continuación, donde pasaban la noche las cabras, ovejas, asnos y
caballos. Los granjeros propietarios de la mayor parte del ganado dormían con
sus animales y estaban ya despiertos y trabajando para calmar a las bestias.
Roran dio gracias a la paranoia que lo había llevado a insistir en que los
animales estuvieran siempre esparcidos por el límite del prado, donde los
árboles y la maleza contribuían a esconderlos a las miradas del enemigo.
Mientras intentaba calmar a un grupo de ovejas, Roran alzó la mirada
hacia la terrible sombra negra que seguía oscureciendo la luna, como un
murciélago gigante. Para su horror, empezó a moverse hacia el escondrijo. «Si
esa criatura vuelve a chillar, estamos condenados.»
Cuando el Ra'zac empezó a trazar círculos por encima de ellos, casi todos
los animales se habían calmado, salvo un asno que se empeñaba en soltar un
rasposo rebuzno. Sin dudar, Roran apoyó una rodilla en el suelo, encajó una
flecha en el arco y le disparó entre las costillas. Su puntería fue certera, y el
animal cayó sin hacer ruido.
Demasiado tarde, sin embargo: el rebuzno había alertado al Ra'zac. El
monstruo giró la cabeza en dirección al claro y descendió hacia él con las zarpas
abiertas, precedido por su fétido hedor.
«Ha llegado la hora de saber si somos capaces de matar a una pesadilla»,
pensó Roran. Fisk, que estaba acuclillado a su lado sobre la hierba, alzó la lanza,
listo para soltarla en cuanto el animal estuviera a distancia de tiro.
Justo cuando Roran preparaba el arco -con la intención de dar inicio y fin
a la batalla con una flecha bien apuntada-, lo distrajo una conmoción en el
bosque.
Un grupo de ciervos atravesó con un estallido la maleza y salió en
estampida por el prado, ignorando a los aldeanos y al ganado en su
desesperado deseo de huir del Ra'zac. Durante casi un minuto, los ciervos
pasaron dando botes junto a Roran, removiendo la tierra con sus afilados cascos
y captando la luz de la luna en el reborde blanco de sus ojos. Se acercaban tanto
que Roran oyó las suaves bocanadas de su esforzada respiración.
La multitud de ciervos debió de esconder a los aldeanos porque, tras una última vuelta por encima del prado, el monstruo alado se volvió hacia el sur y se deslizó más allá por las Vertebradas, fundiéndose en la noche.
Roran y sus compañeros se quedaron paralizados, como conejos
sorprendidos, temerosos de que la desaparición del Ra'zac fuera una trampa
para forzarlos a salir a campo abierto, o de que la bestia gemela estuviera tras
ellos. Pasaron horas esperando, tensos y ansiosos, sin apenas moverse más que
para preparar sus arcos.
Cuando estaba a punto de esconderse la luna, sonó a lo lejos el
escalofriante aullido del Ra'zac... Y nada más.
«Hemos tenido suerte -decidió Roran cuando se despertó a la mañana
siguiente-. Y no podemos contar con que la suerte nos salve la próxima vez.»
Tras la aparición de los Ra'zac, ningún aldeano se oponía a viajar en
gabarra. Al contrario, estaban tan ansiosos por partir, que muchos preguntaron
a Roran si era posible zarpar aquel mismo día en vez de esperar al siguiente.
-Ojalá pudiéramos -les contestó-, pero hay demasiadas cosas que
hacer.
Él, Horst y un grupo de más hombres se saltaron el desayuno y caminaron
hacia Narda. Roran sabía que al acompañarlos se arriesgaba a que lo
reconocieran, pero la misión era demasiado importante para fallarles. Además,
estaba seguro de que su aspecto era tan distinto del que tenía en el cartel del
Imperio que nadie los compararía.
No tuvieron problemas para entrar porque se encontraron a otros
soldados en la puerta de la ciudad, y luego fueron hasta los muelles y
entregaron las doscientas coronas a Clovis, que estaba ocupado supervisando a
un grupo de hombres que preparaban las gabarras para navegar.
-Gracias, Martillazos -dijo, al tiempo que se ataba la bolsa de monedas
al cinturón-. No hay como el amarillo del oro para alegrarle el día a un
hombre.
Los llevó hasta un banco de trabajo y desplegó un carta de navegación de
las aguas que rodeaban Narda, llena de notas sobre la fuerza de diversas
corrientes; la ubicación de rocas, arrecifes de arena y otros peligros, y una
cantidad de medidas de sonda que habría tardado décadas en reunir. Clovis
trazó una línea con un dedo desde Narda hasta una pequeña cala que quedaba
al sur de la ciudad y dijo:
-Aquí es donde recogeremos el ganado. En esta época del año las mareas
son suaves, pero de todos modos no nos conviene enfrentarnos a ellas, no nos
andemos con tapujos. Así que tenemos que salir justo después de la marea alta.
-¿Marea alta? -preguntó Roran-. ¿No sería más fácil esperar a la marea
baja y permitir que ella nos sacara de allí? Clovis se dio un toque en la nariz y
guiñó un ojo. -Sí, sería mejor. Y así he empezado muchos viajes. Sin embargo,
lo que no quiero es encontrarme embarrancado en la playa, cargando vuestros
animales, cuando venga la marea empujando y nos meta tierra adentro. Así no
correremos peligro, pero tendremos que darnos prisa para no quedarnos secos
cuando se retire el agua. Si lo conseguimos, el mar trabajará a nuestro favor,
¿eh?
Roran asintió. Se fiaba de la experiencia de Clovis. -¿Y cuántos hombres
necesitarás para completar las tripulaciones?
-Bueno, he conseguido juntar a siete tipos; todos ellos fuertes, buenos
marineros de verdad, dispuestos a sumarse a esta empresa, por rara que
parezca. La verdad, casi todos estaban en plena curda cuando los arrinconé
anoche, bebiéndose la paga del último viaje, pero cuando llegue la mañana,
estarán sobrios como una solterona; eso te lo prometo. Viendo que sólo he
podido conseguir siete, me gustaría disponer de otros cuatro.
-Pues cuatro serán -dijo Roran-. Mis hombres no saben mucho de
navegación, pero están en buena forma y con ganas de aprender. Clovis gruñó:
-Suelo llevar un grupo de principiantes en todos los viajes. Mientras cumplan
las órdenes, les irá bien; si no, terminarán con una cabilla en la cabeza, eso te lo
aseguro. En cuanto a los guardas, me gustaría disponer de nueve: tres en cada
barco. Y será mejor que no estén tan verdes como los marinos, porque si no, no
salgo del muelle ni por todo el whisky del mundo.
Roran se permitió mostrar una sonrisa amarga.
-Todos los hombres que viajan conmigo han participado en muchas
batallas.
-Y todos responden ante ti, ¿eh, Martillazos? -dijo Clovis-. Se rascó la
barbilla, mirando a Gedric, Delwin y los demás, que acudían a Narda por
primera vez-. ¿Cuántos sois?
-Los suficientes.
-Así que los suficientes. Vaya. -Agitó una mano en el aire-. No me
hagas caso. Mi lengua va muy por delante de mi sentido común, o al menos eso
solía decir mi padre. Mi primer oficial, Torson, está en el proveedor,
supervisando la compra de provisiones y equipamiento. ¿Entiendo que lleváis
alimento para el ganado?
-Entre otras cosas.
-Entonces será mejor que lo preparéis. Podemos cargarlo en las bodegas
cuando estén instalados los mástiles.
Durante el resto de la mañana y toda la tarde, Roran y los aldeanos que lo
acompañaban trabajaron para trasladar las provisiones que habían comprado
los hijos de Loring desde el almacén en que estaban guardadas hasta los
galpones de las gabarras.
Cuando Roran cruzó la plancha para montar en la Edeline y pasó un saco
de harina al marinero que lo esperaba en la bodega, Clovis comentó:
-Casi nada de esto es comida para animales, Martillazos.
-No -dijo Roran-. Pero es necesario.
Le agradó que Clovis tuviera el sentido común de no seguir preguntando.
Cuando hubieron cargado el último bulto, Clovis habló con Roran:
-Ya os podéis ir. Yo me encargaré de lo demás con los muchachos. Pero
acuérdate de estar en los muelles tres horas después del amanecer con todos los hombres que me has prometido, o se nos escapará la marea.
-Estaremos aquí.
De nuevo en las estribaciones, Roran ayudó a Elain y los demás a
prepararse para partir. No les llevó mucho tiempo, pues estaban acostumbrados a desmontar el campamento cada mañana. Luego escogió a doce hombres para
que lo acompañaran a Narda al día siguiente. Todos eran buenos guerreros,
pero pidió a los mejores, como Horst y Delwin, que se quedaran con los
aldeanos por si acaso los descubrían los soldados o volvían a aparecer los
Ra'zac.
Los dos grupos partieron al caer la noche. Roran se acuclilló en una roca y
vio a Horst dirigir a la columna ladera abajo hacia la cala donde esperarían a las
gabarras.
Orval se le acercó por detrás y se cruzó de brazos:
-¿Crees que estarán a salvo, Martillazos?
La ansiedad dominaba su voz como un arco tensado.
Aunque también él estaba preocupado, Roran dijo:
-Creo que sí. Te apuesto un barril de sidra a que mañana, cuando
lleguemos a la costa, aún estarán durmiendo. Tendrás el placer de despertar a
Nolla. ¿Qué te parece?
Orval sonrió ante la mención de su esposa y asintió, aparentemente
tranquilizado.
«Ojalá tenga razón.» Roran se quedó en la roca, agachado como una
gárgola sombría, hasta que la oscura hilera de aldeanos desapareció de su vista.
Se despertaron una hora antes de salir el sol, cuando el cielo apenas
empezaba a clarear con una pálida luz verde y el húmedo aire de la noche les
entumecía los dedos. Roran se echó agua a la cara y luego se armó con el arco y
la aljaba, su martillo, un escudo de Fisk y una lanza de Horst. Los demás
hicieron lo mismo, sumando también las espadas que habían conseguido en las
escaramuzas de Carvahall.
Corriendo tanto como se atrevían por la pronunciada colina, los trece
hombres llegaron pronto a la carretera de Narda y, poco después, a la puerta
principal de la ciudad. Para desánimo de Roran, los mismos dos soldados que
les habían puesto problemas la primera vez mantenían la guardia en la entrada.
Igual que en la ocasión anterior, los soldados cruzaron sus hachas para cortar el
paso.
-Esta vez sois unos pocos más -observó el hombre de cabello blanco-.
Y además no sois los mismos. Salvo tú. -Se concentró en Roran-. Supongo
que querrás hacerme creer que la lanza y el escudo también son para hacer
jarrones.
-No. Nos ha contratado Clovis para proteger sus gabarras de cualquier
ataque en su viaje a Teirm.
-¿Vosotros? ¿Mercenarios? -Los soldados se echaron a reír-. Dijiste
que erais comerciantes.
-Esto se paga mejor.
El del cabello blanco puso mala cara.
-Mientes. Yo quise ser caballero de fortuna en una época. Pasé muchas
noches sin cenar. Además, ¿cuántos sois? Ayer siete y hoy doce, trece
contándote a ti. Parece demasiada gente para una expedición de tenderos. - Achinó los ojos para escrutar el rostro de Roran-. Me resultas familiar. Cómo
te llamas, ¿eh?
-Martillazos.
-No será que te llamas Roran, ¿verdad...?
Roran soltó la lanza hacia delante y acertó en el cuello del soldado de pelo
blanco. Como de una fuente, brotó la sangre escarlata. Soltó la lanza, sacó el
martillo y se dio la vuelta para bloquear con el escudo el golpe de hacha del
otro soldado. Trazó una curva hacia arriba con el martillo y le aplastó el yelmo.
Se quedó entre los dos cuerpos con la respiración entrecortada. «Ya he
matado a diez.»
Orval y los demás hombres miraron a Roran, impresionados. Incapaz de
sostener sus miradas, Roran les dio la espalda y señaló con un gesto la acequia
que pasaba por debajo del camino.
-Esconded los cuerpos antes de que los vea alguien -ordenó, brusco y
severo.
Mientras se apresuraban a obedecerle, examinó el parapeto superior del
muro, en busca de centinelas. Por suerte, no se veía a nadie allí ni en la calle, al
otro lado de la entrada. Se agachó, arrancó su lanza y limpió el filo en un brote
de hierba.
-Listo -dijo Mandel, saliendo de la acequia.
Pese a su barba, se notaba que el joven estaba pálido.
Roran asintió y, haciendo acopio de fuerzas, se encaró a la banda:
-Escuchadme. Iremos caminando hasta los muelles a paso rápido pero
razonable. No vamos a correr. Cuando suene la alarma, y puede que ahora
mismo alguien haya oído la refriega, comportaos como si estuvierais
sorprendidos e interesados, no asustados. Hagáis lo que hagáis, no deis razones
a nadie para sospechar de nosotros. Las vidas de nuestros parientes y amigos
dependen de eso. Si nos atacan, nuestro único deber es conseguir que zarpen las
gabarras. No importa nada más. ¿Está claro?
-Sí, Martillazos -contestaron.
-Pues seguidme.
Mientras caminaban por Narda, Roran se sentía tan tenso que temía
quebrarse y estallar en un millar de piezas. «¿En qué me he convertido?», se
preguntaba. Miraba a los hombres, mujeres, niños y perros con la intención de
identificar a cualquier enemigo potencial. A su alrededor todo parecía tener un
brillo supernatural, lleno de detalles; parecía como si pudiera distinguir cada
hilo de la ropa de la gente.
Llegaron a los muelles sin novedad, y Clovis le dijo:
-Llegas pronto, Martillazos, y eso me gusta. Así podemos dejar todo listo
y bien preparado antes de partir.
-¿Podemos irnos ya? -preguntó Roran.
-Ya deberías saber que no. Hay que esperar a que termine de subir la
marea. -Clovis hizo una pausa, miró a los trece hombres por primera vez y
dijo-. ¿Por qué? ¿Qué pasa, Martillazos? Parece que todos acabéis de ver el
fantasma de Galbatorix.
-No pasa nada que no se cure con unas pocas horas de aire del mar -
contestó Roran.
En aquel estado no podía sonreír, pero sí permitió que sus rasgos
adquiriesen una expresión más agradable para tranquilizar al capitán.
Clovis llamó con un silbido a los dos marinos de las barcas. Ambos
estaban bronceados como avellanas.
-Éste es Torson, mi primer oficial -dijo Clovis, señalando al hombre que
quedaba a su derecha. Torson llevaba en el hombro un tatuaje retorcido de un
dragón volador-. Será el piloto de la Merrybell. Y ese perro negro es Flint. Él
llevará la Edeline. Mientras estéis a bordo, su palabra es la ley, como lo es la mía
en el Jabalí Rojo. Responderéis ante él y ante mí, no ante Martillazos. Bueno, si
me habéis oído, ya podéis decir que sí.
-Sí, sí -contestaron los hombres.
-Bueno, ¿quiénes son los ayudantes y quiénes los guardas? Por mi vida
que no os distingo.
Ignorando el aviso de Clovis de que era él quien mandaba y no Roran, los
aldeanos miraron a éste para asegurarse de que debían obedecer. Él mostró su
aprobación asintiendo y el grupo se dividió en dos, que Clovis procedió a
repartir en grupos menores a medida que iba asignando unos cuantos aldeanos
a cada gabarra.
Durante la siguiente media hora, Roran trabajó con los marineros para
terminar de preparar el Jabalí Rojo para zarpar, con los oídos atentos a cualquier
señal de alarma. «Si seguimos aquí, nos capturarán o nos matarán», pensó
mientras controlaba el nivel de crecida del agua en los muelles. Se secó el sudor
de la frente.
Roran se llevó un susto cuando Clovis le agarró por el antebrazo.
Incapaz de detenerse, sacó el martillo a medias del cinto. El aire espeso le
tapó la garganta.
Clovis enarcó una ceja al ver su reacción.
-Te he estado mirando, Martillazos; me interesa saber cómo te has
ganado la lealtad de es-tos hombres. He trabajado con tantos capitanes que ya
no sabría contarlos, y ni uno solo de ellos obtenía este nivel de obediencia sin
abrir siquiera la boca.
Roran no lo pudo evitar: se echó a reír.
-Te diré cómo lo he conseguido: los salvé de la esclavitud y evité que se
los comieran.
Clovis enarcó tanto las cejas que casi le llegaban a las entradas del pelo.
-Ah, ¿sí? Me gustaría oír esa historia.
-No, no te gustaría.
Al cabo de un momento, Clovis concedió:
-No, quizá no me gustaría. -Miró por encima de la borda-. Vaya, que
me aspen. Creo que ya podemos zarpar. Y ahí está mi pequeña Galina, puntual
como siempre.
El corpulento hombre salió a la plancha y, por encima de ella, pasó al
muelle, donde abrazó a una chica de cabello oscuro, de unos trece años, y a una mujer que Roran supuso sería la madre. Clovis agitó el pelo de la muchacha y
dijo:
-Bueno, te portarás bien mientras estoy fuera, ¿verdad, Galina?
-Sí, padre.
Mientras veía a Clovis despedirse de su familia, Roran pensó en los dos
soldados de la entrada. «A lo mejor también tenían familia. Esposas e hijos que
los amaban y un hogar al que regresar cada día.» Notó el sabor de la bilis y tuvo
que obligar a su mente a regresar al muelle para no marearse.
En las gabarras, los hombres parecían ansiosos. Temeroso de que pudieran
perder el temperamento, Roran se paseó ostentosamente por la cubierta, estiró
los músculos e hizo cuanto pudo con tal de parecer relajado. Al fin, Clovis saltó
al Jabalí Rojo y exclamó:
-¡Empujad, compañeros! Nos espera el profundo mar.
Enseguida retiraron las planchas, soltaron las amarras e izaron las velas en
las tres gabarras. En el aire vibraban los gritos de órdenes y los cantos de ánimo
con que los marineros manejaban las escotas.
Tras ellos, Galina y su madre se quedaron mirando mientras se alejaban
las gabarras, quietas y en silencio, solemnes y tapadas con sus capuchas.
-Estamos de suerte, Martillazos -dijo Clovis, al tiempo que le daba una
palmada en un hombro-. Hoy tendremos algo de viento. Tal vez no tengamos
que remar para llegar a la cala antes de que cambie la marea, ¿eh?
Cuando el Jabalí Rojo estaba en medio de la bahía de Narda y quedaban
todavía diez minutos para alcanzar la libertad del mar abierto, ocurrió lo que
temía Roran: el sonido de las campanas y las trompetas flotó sobre el agua y
entre los edificios de piedra.
-¿Qué es eso? -preguntó.
-No estoy seguro -dijo Clovis. Frunció el ceño mientras miraba hacia la
ciudad, con las manos en las caderas-. Podría ser un fuego, pero no hay humo
en el aire. Tal vez hayan descubierto úrgalos en la zona... -La preocupación
asomó a su rostro-. ¿No habréis visto a nadie por casualidad esta mañana en el
camino?
Roran negó con la cabeza, pues no se fiaba de su voz.
Flint se acercó y gritó desde la cubierta de la Edeline:
-¿Tenemos que volver, señor?
Roran se aferró a la borda con tanta fuerza que se clavó unas astillas bajo
las uñas; estaba listo para intervenir, pero no quería parecer demasiado ansioso.
Clovis dejó de mirar hacia Narda y contestó con un rugido:
-No. Se nos escaparía la marea.
-Está bien, señor. Pero daría la paga de un día a cambio de saber qué ha
provocado ese clamor.
-Yo también -murmuró Clovis.
Cuando las casas y los edificios de la ciudad empezaron a encogerse tras
ellos, Roran se agachó en la popa de la gabarra, se rodeó las rodillas con los
brazos y apoyó la espalda en la cabina. Miró al cielo, sorprendido por su
profundidad, claridad y color, y luego fijó la vista en la temblorosa estela del
Jabalí Rojo, en la que flotaban cintas de algas. El balanceo de la gabarra le provocaba sueño, como si fuera una cuna. «Qué hermoso día», pensó, dando las
gracias por poder contemplarlo.
Cuando salieron de la bahía, Roran subió aliviado las escaleras del castillo
de popa que quedaba detrás de las cabinas, donde Clovis manejaba el timón
con una mano para mantener el rumbo. El capitán dijo:
-Ah, hay algo emocionante en el primer día de un viaje, cuando aún no te
has dado cuenta de lo mala que es la comida y de lo mucho que añoras tu casa.
Consciente de la necesidad de aprender cuanto pudiera de la gabarra,
Roran preguntó a Clovis los nombres y las funciones de diversos objetos que
veía a bordo. Eso le valió un sermón entusiasta sobre el funcionamiento de las
gabarras, los barcos y el arte de navegar en general.
Dos horas después, Clovis señaló una estrecha península de tierra que se
extendía ante ellos.
-La cala queda al otro lado de eso.
Roran se asomó por la borda y estiró el cuello, ansioso por confirmar que
los aldeanos estaban a salvo.
Cuando el Jabalí Rojo dobló la punta rocosa de tierra, apareció una playa
blanca en el vértice de la cala, en la que estaban reunidos los refugiados del
valle de Palancar. La muchedumbre vitoreó y agitó los brazos cuando las
gabarras aparecieron tras las rocas.
Roran se relajó.
A su lado, Clovis pronunció una horrible maldición.
-Supe que pasaba algo desde el momento en que te puse la vista encima,
Martillazos. Así que ganado. ¡Bah! Me has engañado como a un estúpido, sí
señor.
-Me juzgas mal -respondió Roran-. No mentí. Ellos son mi rebaño y
yo su pastor. ¿No puedo decir que son ganado si quiero?
-Llámalos como quieras, pero yo no acepté llevar gente a Teirm. ¿Por qué
no me dijiste la verdad sobre la carga, me pregunto? Y la única respuesta que
aparece en el horizonte es que, sea cual sea la empresa en que andas metido,
traerá problemas... Problemas para ti y problemas para mí. Debería echaros por
la borda y volver a Narda.
-Pero no lo harás -respondió Roran, con un tono letal.
-Ah, ¿no? ¿Y por qué?
-Porque necesito estas gabarras, Clovis, y haré cualquier cosa por
conservarlas. Cualquier cosa. Cumple con nuestro trato y tendrás un viaje
pacífico y volverás a ver a Galina. Si no...
La amenaza sonó peor de lo que era; Roran no tenía ninguna intención de
matar a Clovis aunque, si se veía obligado, estaba dispuesto a abandonarlo en la costa.
El rostro de Clovis se enrojeció, pero sorprendió a Roran al contestar con
un gruñido:
-Está bien, Martillazos.
Satisfecho, Roran centró la atención en la playa.
A su espalda sonó un snic.
Por puro instinto, Roran se apartó, se agachó, se dio la vuelta y se tapó la

eldestDonde viven las historias. Descúbrelo ahora