Cuando se abrieron las puertas, la luz estalló en el túnel. Eragon achinó los
ojos, pues no estaban acostumbrados a la luz después de tantos días en el
subsuelo. A su lado, Saphira siseó y arqueó el cuello para ver mejor lo que la
rodeaba.
Les había costado dos días atravesar el paso subterráneo desde Farthen
Dûr, aunque a Eragon se le había hecho más largo por la interminable
penumbra que los rodeaba y el silencio que se había impuesto en el grupo. A lo
sumo, recordaba un puñado de palabras intercambiadas en todo el trayecto.
Eragon había alimentado la esperanza de saber más cosas de Arya
mientras viajaban juntos, pero la única información que había obtenido
procedía simplemente de la observación. No había cenado nunca antes con ella,
y le sorprendió ver que llevaba su propia comida y que no probaba la carne.
Cuando le preguntó por qué, ella contestó:
-Tú tampoco probarás carne de ningún animal después de tu formación,
o si lo haces, será sólo en ocasiones muy extraordinarias.
-¿Y por qué he de renunciar a la carne? -quiso saber.
-No te lo puedo explicar con palabras, pero lo entenderás en cuanto
lleguemos a Ellesméra.
Se olvidó de todo eso mientras aceleraba para llegar al umbral, ansioso por
ver su lugar de destino. Se encontró en pie sobre un saledizo de granito, a más
de treinta metros de altitud sobre un lago cubierto por una bruma púrpura que
brillaba bajo el sol del este. Igual que en Kóstha-mérna, el agua iba de una
montaña a otra, llenando todo el valle. Desde el otro lado del lago, el Az Ragni
fluía hacia el norte, curvándose entre los picos hasta que -a lo lejos- se
abalanzaba sobre las llanuras del este.
A su derecha las montañas parecían anodinas, salvo por unos pocos
senderos, mientras que a la izquierda... A la izquierda estaba la ciudad enana de
Tarnag. Allí los enanos habían trabajado la tierra de las Beor, aparentemente
inmutables, para crear una serie de terrazas. La inferior estaba ocupada sobre
todo por granjas -se veían oscuros trazados de tierra en espera de
plantaciones-, salpicadas por edificios achaparrados que, hasta donde él podía
imaginar, parecían de piedra. Sobre esos niveles vacíos se alzaban hileras e hile-
ras de edificios entre-lazados hasta culminar en una gigantesca cúpula dorada
y blanca. Era como si los edificios de toda la ciudad no fueran más que
escalones para subir hasta la cúpula. Brillaba como piedra lunar pulida, un
abalorio lechoso que flotara sobre una pirámide de pizarra gris.
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