Eragon despertó, rodó hasta el borde de la cama y echó un vistazo a la
habitación, invadida por el tenue brillo de una antorcha que se colaba por los
postigos. Se sentó y miró a Saphira dormir. Sus musculosos costados se
expandían y contraían a medida que los enormes fuelles de sus pulmones
forzaban la entrada y salida de aire por sus escamosas fosas nasales. Eragon
pensó en su capacidad de invocar a voluntad un airado infierno y soltarlo con
un rugido por las fauces. Resultaba pasmoso contemplar cómo las llamas, tan
ardientes que podían derretir el metal, pasaban por su lengua y por sus dientes
de marfil sin dañarlos. Desde que descubriera por primera vez su capacidad de
echar fuego por la boca, durante la pelea con Durza -al lanzarse en picado
hacia ellos desde lo alto de Tronjheim-, Saphira estaba insoportablemente
orgullosa de su nuevo don. Se pasaba el rato soltando llamitas y no dejaba
pasar una sola oportunidad de pegarle fuego a cualquier objeto.
Como Isidar Mithrim se había hecho añicos, Eragon y Saphira ya no
podían permanecer en la dragonera de las alturas. Los enanos los habían
alojado en un antiguo cuarto de guardia, en el nivel inferior de Tronjheim. Era
una habitación grande, pero tenía el techo bajo y las paredes oscuras.
Eragon se angustió al recordar los sucesos del día anterior. Se le
empozaron los ojos y, cuando saltaron las lágrimas, atrapó una con una mano.
No habían sabido nada de Arya hasta última hora de aquella misma tarde,
cuando salió del túnel, débil y con los pies doloridos. A pesar de sus esfuerzos y
de su magia, los úrgalos se le habían escapado.
-He encontrado esto -dijo. Luego les mostró una de las capas moradas
de los gemelos, rasgada y ensangrentada, y la túnica y los guantes de piel de
Murtagh-. Estaban tiradas al borde de un negro abismo a cuyas
profundidades no llega ningún túnel. Los úrgalos les deben de haber robado las
armaduras y las armas antes de echar sus cuerpos al hoyo. Traté de invocar
tanto a Murtagh como a los gemelos, pero no vi más que las sombras del
abismo. -Sus ojos buscaron los de Eragon-. Lo siento; han desaparecido.
Ahora, en los confines de su mente, Eragon lamentaba la desaparición de
Murtagh. Era una aterradora y escalofriante sensación de pérdida y horror,
agravada por el hecho de que en los últimos meses había empezado a
acostumbrarse a ella.
Mientras miraba la lágrima que sostenía su mano -una cúpula pequeña,
brillante-, decidió que también él invocaría a los tres hombres. Sabía que era
un intento desesperado y vano, pero tenía que intentarlo para convencerse de
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