Bajo el arbol Menoa

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Tras despedirse, Eragon y Saphira regresaron volando a su casa en el árbol, con


la silla nueva de Saphira colgada entre las zarpas. Sin siquiera darse cuenta,


ambos abrieron sus mentes de manera gradual y permitieron que la conexión


resultara más amplia y profunda, aunque ninguno de los dos buscó


conscientemente al otro. Las tumultuosas sensaciones de Eragon, en cualquier


caso, debían de ser tan fuertes que Saphira las percibió de todos modos, porque


le preguntó: Bueno, ¿qué ha pasado?


Un dolor latiente fue creciendo tras los ojos de Eragon mientras explicaba


el terrible delito que había cometido en Farthen Dûr. Saphira quedó tan


abrumada como él. Eragon dijo: Tu regalo tal vez ayude a la niña, pero lo que le hice


yo es inexcusable y no servirá más que para hacerle daño.


No toda la culpa es tuya. Comparto contigo el conocimiento del idioma antiguo e,


igual que tú, no detecté el error. -Como Eragon guardaba silencio, la dragona


añadió-: Al menos hoy la espalda no te ha dado problemas. Da las gracias.


Eragon gruñó, sin ganas de abandonar su ánimo oscuro. ¿Y qué has


aprendido tú en este buen día?


A identificar y evitar los modelos climáticos peligrosos. Hizo una pausa,


aparentemente dispuesta a compartir sus recuerdos con él, pero Eragon estaba


demasiado preocupado por su errónea bendición para seguir preguntando.


Tampoco soportaba en ese momento aquel nivel de intimidad. Al ver que no


mostraba mayor interés por el asunto, Saphira se retiró en un silencio taciturno.


Al llegar de vuelta a la habitación, Eragon encontró una bandeja de


comida junto a la puerta, igual que la noche anterior. Se llevó la bandeja a la


cama -que alguien había hecho con sábanas limpias- y se dispuso a comer,


maldiciendo la falta de carne. Cansado por el Rimgar, se recostó en las


almohadas y se disponía a dar el primer mordisco cuando sonó un suave


repiqueteo en la entrada de su cámara.


-Adelante -gruñó. Bebió un sorbo de agua.


Estuvo a punto de atragantarse al ver que Arya traspasaba el umbral.


Había abandonado la ropa de cuero que solía llevar, sustituida por una túnica


de suave color verde atada a la cintura con una cinta adornada con piedras


lunares. También se había quitado la habitual cinta del pelo, que ahora se


derramaba en torno a su cara y sobre los hombros. El mayor cambio, sin


embargo, no se notaba tanto en la ropa como en su postura: la crispada tensión
que impregnaba todo su comportamiento desde que Eragon la viera por


primera vez había desaparecido.


Al fin parecía relajada.


Se apresuró a ponerse en pie y se dio cuenta de que ella iba descalza.
-¡Arya! ¿Qué haces aquí?

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