Teirm

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E EE En esa zona, la costa estaba compuesta por colinas bajas y alargadas, verdes de lustrosa hierba y algún que otro brezo, sauce y álamo. La tierra, blanda y embarrada, cedía bajo sus pies y dificultaba el camino. A su derecha quedaba el mar brillante. A su izquierda, la silueta púrpura de las Vertebradas. Las hileras de montañas cubiertas de nieve estaban pespunteadas de nubes y niebla. Cuando la compañía de Roran se abrió camino entre las propiedades que rodeaban Teirm —algunas eran granjas sueltas; otras, enormes conglomerados— se esforzaron al máximo por no ser detectados. Cuando encontraron el camino que conectaba Narda con Teirm, lo cruzaron a toda prisa y siguieron unos cuantos kilómetros hacia el este, en dirección a las montañas, antes de dirigirse de nuevo al sur. Una vez estuvieron seguros de que habían rodeado la ciudad, torcieron de nuevo hacia el océano hasta que encontraron el camino que entraba por el sur. Durante el tiempo transcurrido en el Jabalí Rojo, a Roran se le había ocurrido que tal vez los oficiales de Narda habrían deducido que el asesino de los guardias se encontraba entre los hombres que habían zarpado en las gabarras de Clovis. En ese caso habría llegado algún mensaje de aviso a los soldados de Teirm para que vigilaran a cualquiera que concordara con la descripción de los aldeanos. Y si los Ra'zac habían visitado Narda, entonces los soldados también sabrían que no sólo buscaban a un puñado de asesinos, sino a Roran Martillazos y a los refugiados de Carvahall. Teirm podía ser una trampa enorme. Y sin embargo, no podían evitar la ciudad, pues los aldeanos necesitaban provisiones y un nuevo medio de transporte. Roran había decidido que la mejor manera de evitar que los capturasen era no enviar a Teirm a nadie que hubiera sido visto en Narda, salvo Gertrude y él mismo; Gertrude porque sólo ella conocía los ingredientes de sus medicamentos, y Roran porque, aunque era el que más probabilidades tenía de ser reconocido, no se fiaba de nadie más para hacer lo que debía hacerse. Sabía que poseía la voluntad de actuar cuando los demás dudaban, como cuando había matado a los guardias. El resto del grupo estaba escogido para minimizar las sospechas. Loring era mayor, pero peleaba bien y mentía excelentemente. Birgit había demostrado ser astuta y fuerte, y su hijo Nolfavrell ya había matado a un soldado en combate a pesar de su tierna edad. Idealmente podrían parecer poco más que una extensa familia que viajaba junta. «Eso si Mandel no estropea el plan», pensó Roran. También había sido idea suya entrar por el sur, de manera que aún resultara menos probable que vinieran de Narda.

 Se acercaba ya la noche cuando apareció Teirm a la vista, blanca y fantasmagórica en el crepúsculo. Roran se detuvo a inspeccionar el camino que tenían por delante. La ciudad amurallada quedaba aislada al límite de una gran bahía, recogida sobre sí misma e impenetrable a cualquier ataque que pudiera concebirse. Las antorchas brillaban entre las almenas de los muros, donde los soldados armados con arcos patrullaban por sus interminables circuitos. Sobre los muros se alzaba una ciudadela y luego un faro con aristas, cuyo haz brumoso barría las oscuras aguas. —Qué grande es —dijo Nolfavrell. Loring agachó la cabeza sin quitar los ojos de Teirm. —Sí que lo es, sí. Un barco atracado en uno de los muelles de piedra que salían de la ciudad llamó la atención de Roran. El navío de tres mástiles era más grande que los que habían visto en Narda, tenía un gran castillo de proa, dos bancadas de toletes y doce potentes catapultas para lanzar jabalinas, montadas a ambos lados de la cubierta. La magnífica nave parecía igualmente adecuada para el comercio y para la guerra. Y aún más importante, Roran pensó que tal vez, tal vez, pudiera dar cabida a toda la aldea. —Eso es lo que nos hace falta —dijo, al tiempo que la señalaba. Birgit soltó un amargo gruñido. —Para permitirnos un pasaje en ese monstruo tendríamos que vendernos como esclavos. Clovis les había advertido que la entrada de Teirm se cerraba al ponerse el sol, así que aceleraron el paso para no tener que pasar la noche en el campo. A medida que se iban acercando a las claras murallas, el camino se llenó de un doble arroyo de gente que entraba y salía a toda prisa de Teirm. Roran no había contado con tanto tráfico, pero pronto se dio cuenta de que podía contribuir a evitar la atención indeseada a su grupo. Roran llamó a Mandel y dijo: —Atrásate un poco y pasa por la puerta con otros para que los guardias no crean que vas con nosotros. Te esperaremos al otro lado. Si te preguntan, has venido a buscar trabajo como marinero. —Sí, señor. Mientras Mandel se rezagaba, Roran alzó un hombro, adoptó una cojera y empezó a ensayar la historia que había compuesto Loring para explicar su presencia en Teirm. Se apartó del sendero, agachó la cabeza para dejar pasar a un hombre con un par de bueyes de andares torpes y agradeció la sombra que ocultaba sus rasgos. La puerta se alzaba ante ellos, bañada de un naranja incierto por las antorchas apostadas en los apliques, a ambos lados de la entrada. Debajo de ellas había un par de soldados con la llama temblorosa de Galbatorix bordada en la parte delantera de sus túnicas moradas. Ninguno de los hombres armados dedicó siquiera una mirada a Roran y sus compañeros cuando pasaron bajo la entrada y se metieron en el breve túnel. Roran relajó los hombros y sintió que se aliviaba la tensión. El y los demás se apiñaron a la esquina de una casa, donde Loring murmuró:

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