Eragon se arrodilló ante la reina de los elfos y sus consejeros en aquella
fantástica sala hecha de troncos de árboles vivos, en una tierra casi mítica, y
sólo una impresión llenaba su cabeza: «¡Arya es una princesa!». De alguna
manera todo encajaba, pues siempre había tenido un aire altivo, pero a Eragon
le provocó cierta amargura porque eso establecía otra barrera más entre ellos
cuando ya estaba a punto de superarlas todas. La revelación le llenaba la boca
del sabor de las cenizas. Recordó la profecía de Angela, según la cual amaría a
alguien de cuna noble..., y el aviso de que no podía saber si terminaría bien o
mal.
Notó que Saphira también se sorprendía, y luego lo encontraba divertido.
Parece que hemos viajado acompañados por la realeza sin saberlo, le dijo.
¿Por qué no nos lo habrá dicho?
Tal vez implicara correr más peligros.
-Islanzadí Dróttning -dijo Arya, con formalidad.
La reina se apartó como si la hubieran pinchado y luego repitió en el
lenguaje antiguo:
-Ah, hija mía, qué males te he causado. -Se tapó la cara-. Desde que
desapareciste, apenas he podido dormir y comer. Me perseguía tu destino, y
temía no volverte a ver. Alejarte de mi presencia fue el error más grande que
jamás he cometido... ¿Podrás perdonarme?
Los elfos reunidos se agitaron asombrados.
La respuesta de Arya tardó en llegar, pero al fin dijo:
-Durante setenta años he vivido y amado, luchado y matado sin hablar
jamás contigo, madre. Nuestras vidas son largas, pero aun así, no es un período
breve.
Islanzadí se puso tiesa y alzó la barbilla. Un temblor la recorrió.
-No puedo deshacer el pasado, Arya, por mucho que lo desee.
-Ni puedo yo olvidar lo que he soportado.
-No deberías. -Islanzadí tomó las manos de su hija-. Arya, te quiero.
Eres mi única familia. Vete si debes hacerlo, pero salvo que quieras renunciar a
mí, quisiera que nos reconciliáramos.
Durante un terrible momento pareció que Arya no iba a contestar, o aún
peor, que fuera a rechazar la oferta. Eragon vio que dudaba y lanzaba un rápido
vistazo a la audiencia. Luego agachó la cabeza y dijo:
-No, madre. No podría irme.
Islanzadí sonrió insegura y abrazó de nuevo a su hija. Esta vez Arya le
devolvió el gesto, y asomaron las sonrisas entre los elfos reunidos.
El cuervo blanco saltó en su cruceta, gorjeando:
-Y en la puerta grabaron para siempre lo que desde entonces fue el lema