Resurgir

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Un estallido de viento voraz arrancó a Eragon del sueño.


Las mantas se agitaron sobre su cuerpo cuando la tempestad soltó un


zarpazo a su habitación, lanzando sus propiedades por el aire y las antorchas


contra las paredes. Fuera, el cielo estaba lleno de nubarrones negros.


Saphira miró a Eragon y éste se levantó a trompicones y luchó por


mantener el equilibrio mientras el árbol se cimbreaba como un barco en alta


mar. Bajó la cabeza para defenderse de la galerna y anduvo en torno a la


habitación pegándose a las paredes hasta que llegó al portal en forma de


lágrima por el que rugía la tormenta.


Eragon miró hacia abajo, más allá del agitado suelo. Parecía que se


balanceara. Tragó Saliva y se esforzó por ignorar el remolino del estómago.


Tanteando, encontró el borde de la membrana de tela que, al desencajarse


de la pared, tapaba la apertura. Se preparó para saltar por encima del agujero,


de un lado a otro. Si resbalaba, nada podría evitar que cayera hasta las raíces


del árbol.


Espera -dijo Saphira.


Salió del bajo pedestal en que dormía y estiró a su lado la cola para que


pudiera usarla de pasamanos.


Eragon sostuvo la tela sólo con la mano derecha, lo cual consumía todas


sus fuerzas, y fue tirando de la línea de púas de la cola de Saphira para pasar el


portal. En cuanto llegó al otro lado, agarró la tela con las dos manos y presionó


el borde contra la ranura de sujeción. La habitación quedó en silencio.


La membrana se hinchó hacia dentro bajo la fuerza de los rabiosos


elementos, pero no parecía que fuera a ceder. Eragon la tocó con un dedo. La


tela estaba tensa como un tambor.


Qué cosas tan asombrosas hacen los elfos -dijo.


Saphira alzó la cabeza y luego estiró el cuello para pegarla al techo


mientras escuchaba con atención.


Será mejor que cierres el estudio: está quedando destrozado.


Cuando se dirigía hacia la escalera, el árbol se agitó y a Eragon le


flaquearon las piernas y cayó de rodillas.
-Maldita sea -gruñó.


El estudio era un remolino de papeles y plumas que volaban como dardos,


como si tuvieran voluntad propia. Se metió en aquel revoloteo, cubriéndose la
cabeza con ambos brazos. Cuando lo golpeaban las puntas de las plumas, era
como si alguien lo estuviera acribillando con piedras.
Eragon se esforzó por cerrar el portal superior sin la ayuda de Saphira. En


cuanto lo consiguió, el dolor -un dolor infinito que le aturdía la mente- le


desgarró la espalda.


Soltó un grito y puso en él tanta fuerza que se quedó ronco. Se le tiñó la


visión de rojo y amarillo, y luego se desplomó de lado y lo vio todo negro.


Abajo se oía el aullido de frustración de Saphira; el hueco de la escalera era


demasiado pequeño y hacía demasiado viento para que pudiera alcanzarlo


desde fuera. Su conexión con ella flojeó. Se rindió a la expectante oscuridad y


encontró en ella el alivio de su agonía.


Un sabor amargo llenaba la boca de Eragon cuando se despertó. No sabía


cuánto rato había pasado en el suelo, pero sentía los músculos de los brazos y


piernas nudosos de haber estado retorcidos para formar una prieta bola. La


tormenta seguía asaltando el árbol, acompañada por una lluvia sorda que


repicaba al compás del pálpito que Eragon sentía en la cabeza.


¿Saphira?


Estoy aquí. ¿Puedes bajar?


Lo intentaré.


Como estaba demasiado débil para ponerse de pie sobre aquel suelo


agitado, avanzó a rastras hasta la escalera y se deslizó hacia abajo, un escalón


tras otro, haciendo muecas de dolor a cada impacto. A medio camino se


encontró con Saphira, que había encajado la cabeza por el hueco de la escalera


hasta donde se lo permitía el cuello, arrancando maderas en su frenesí.


Pequeñajo.


Sacó la lengua y le atrapó una mano con su punta rasposa. Eragon sonrió.


Luego Saphira arqueó el cuello y trató de tirar de él, pero no sirvió de nada.


¿Qué pasa?


Estoy atascada.


¿Que estás...?


No pudo evitarlo; se echó a reír aunque le doliera. La situación era


demasiado absurda.


Ella soltó un gruñido y tiró con todo el cuerpo, agitando el árbol con todas


sus fuerzas, hasta que logró bajarlo. Luego se desplomó, boqueando.


Bueno, no te quedes ahí sonriendo como un zorro idiota. ¡Ayúdame!


Resistiéndose a las ganas de reír, Eragon le apoyó un pie en la nariz y


empujó con toda la fuerza que se atrevía a usar mientras Saphira se retorcía y


escurría con la intención de liberarse.


Le costó más de diez minutos conseguirlo. Sólo entonces pudo ver Eragon


el alcance de los daños causados a la escalera. Gimió. Las escamas habían


cortado la corteza y destrozado las delicadas tallas crecidas en la madera.


Vaya -dijo Saphira.


Suerte que lo has hecho tú, y no yo. Puede que a ti te perdonen los elfos. Si se lo


pidieras, se pasarían el día y la noche cantando baladas de amor de los enanos.


Se unió a Saphira en su tarima y se acurrucó contra las lisas escamas del


vientre, escuchando el rugido de la tormenta en las alturas. La amplia


membrana se volvía transparente cuando temblaban los relámpagos con sus escarpadas astillas de luz.


¿Qué hora crees que será ?
Aún faltan unas cuantas horas para nuestro encuentro con Oromis. Adelante,
duérmete y descansa. Yo mantendré la guardia. Y eso hizo, pese a la agitación del


árbol.

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