Zum.
Brillante como un sol en llamas, el dragón quedó suspendido ante Eragon
y todos los reunidos en los riscos de Tel'naeír, abofeteándolos con las ráfagas
que provocaban sus poderosos aletazos. El cuerpo del dragón parecía incen-
diarse porque el brillante amanecer iluminaba sus escamas doradas y
desparramaba en la tierra y en los árboles astillas de luz cegadora. Era bastante
mayor que Saphira, tanto que podía tener varios cientos de años y, en
proporción, el cuello, las patas y la cola parecían aún más gruesos. A su grupa
iba montado el Jinete, con la ropa de un blanco cegador entre el brillo de las
escamas.
Eragon cayó de rodillas, con el rostro alzado. «No estoy solo...» El
asombro y el alivio lo recorrieron. Ya no tendría que cargar a solas con la
responsabilidad de los vardenos y de Galbatorix. Ahí estaba uno de los
guardianes de antaño, resucitado de entre las profundidades del tiempo para
guiarle, un símbolo viviente, un testamento de las leyendas que le habían
contado al crecer. Ahí estaba su maestro. ¡Era una leyenda!
Cuando el dragón se acercó a la tierra, Eragon dio un respingo: la pata
izquierda delantera de la criatura había recibido un terrible tajo y un muñón
blanco ocupaba el lugar de lo que antaño fuera una poderosa extremidad. El
Jinete descendió con cuidado de su corcel por la pierna derecha, intacta, y se
acercó a Eragon con las manos entrelazadas. Era un elfo de cabello plateado,
anciano de incontables años, aunque el único rastro de su edad era la expresión
de gran compasión y tristeza que mostraba su rostro.
-Osthato Chetowä -dijo Eragon-. El Sabio Doliente... He venido como
me pediste. -Sobre-saltado, recordó las buenas maneras y se llevó dos dedos a
los labios-. Atra esterní ono thelduin.
El Jinete sonrió. Tomó a Eragon por los hombros, lo levantó y lo miró con
tal bondad que Eragon no podía ver otra cosa: lo consumían las infinitas
profundidades de la mirada del elfo.
-Mi verdadero nombre es Oromis, Eragon Asesino de Sombras.
-Lo sabías -murmuró Islanzadí con una expresión herida que pronto se
transformó en una tormenta de rabia-. ¿Sabías de la existencia de Eragon y no
me lo dijiste? ¿Por qué me has traicionado, Shur'tugal?
-Guardé silencio porque no estaba seguro de que Eragon y Arya vivieran
lo suficiente para llegar hasta aquí; no tenía intención de proporcionarte una
frágil esperanza que en cualquier momento podía truncarse.