A la mañana siguiente de su discurso, Roran miró por la ventana y vio a doce
hombres que abandonaban Carvahall en dirección a las cataratas de Igualda.
Bostezó y bajó a la cocina por las escaleras.
Horst estaba solo, sentado a la mesa con una jarra de cerveza entre las
manos nerviosas.
-Buenos días -le dijo.
Roran gruñó, arrancó un currusco de pan de la barra que había sobre el
mostrador y se sentó al otro lado de la mesa. Mientras comía, notó que Horst
tenía los ojos inyectados en sangre y la barba descuidada. Roran supuso que el
herrero había pasado toda la noche en vela.
-¿Sabes por qué hay un grupo que sube...?
-Tienes que hablar con sus familias -dijo Horst, abruptamente-. Desde
el alba están todos corriendo hacia las Vertebradas. -Soltó la jarra con un
crac-. Roran, no tienes ni idea de lo que has hecho al pedirnos que nos
vayamos. Todo el pueblo está agitado. Nos empujaste contra un rincón que sólo
permitía una salida: la que querías tú. Algunos te odian por ello. Claro que
muchos ya te odiaban antes por habernos traído esta desgracia.
En la boca de Roran el pan sabía a serrín a medida que aumentaba su
resentimiento. Fue Eragon quien trajo la piedra, no yo.
-¿Y los demás?
Horst bebió un trago de cerveza e hizo una mueca.
-Los demás te adoran. Nunca pensé que vería llegar el día en que el hijo
de Garrow me removiera el corazón con sus palabras, pero lo hiciste,
muchacho, lo hiciste. -Se pasó una mano nudosa por la cabeza-. ¿Ves todo
esto? Lo construí para Elain y mis hijos. ¡Me costó siete años terminarlo! ¿Ves
esa viga de ahí, encima de la pared? Me partí tres dedos de los pies para
ponerla en su sitio. Y ¿sabes qué? Voy a renunciar a ello sólo por lo que dijiste
anoche.
Roran guardó silencio; era lo que quería. Abandonar Carvahall era la
decisión adecuada y, como se había comprometido con esa salida, no veía razón
alguna para atormentarse con culpas y lamentos. «La decisión está tomada.
Aceptaré el resultado sin quejarme, por funesto que sea, pues es nuestra única
huida del Imperio.»
-Pero -dijo Horst, al tiempo que se apoyaba en un codo y sus ojos
negros ardían bajo las cejas- recuerda que si la realidad no se acerca a los
etéreos sueños que has conjurado, habrá deudas que pagar. Dale esperanza a la
gente y luego quítasela: te destrozarán.
A Roran no le preocupaba esa perspectiva. «Si llegamos a Surda, los
