Capítulo 45.

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Capítulo editado.

·······

Dentro del pequeño cofre de madera reciclada, entre los papeles de periódico cortados en finas tiras, brillaban un par de llaves iguales. Las miré por unos segundos con un asombro mudo. Al alzar la cabeza, su iris verde me observaba tímido, dudoso, como si temiera mi ausente respuesta. Realmente me esperaba un ramo de rosas y a él desnudo sobre las sábanas, así que aquello me había pillado de improvisto por completo. Sintiendo la garganta reseca, me levanté de la cama sin soltar el cofre para beber de la botella de agua que tenía sobre el escritorio con más lentitud de la que a Rodrigo le gustaría, pero sólo me siguió con la mirada en silencio, aún esperando que alguna palabra saliera de mí. Al final, volví a darle la cara, esta vez con una sonrisa.

- Quiero vivir contigo hasta que el polvo de nuestros huesos se una con la tierra del bosque y nos convirtamos en parte de este mundo por la eternidad, juntos, pero una casa ahora... no puedo.

- No ahora.- Me tranquilizó cogiendo mis manos para acercarme a él y acariciar mis piernas, pegando su barbilla a mi estómago.- Cuando acabes los estudios nos haremos con la casa más bonita que exista, en las montañas, con lagunas cristalinas heladas y todo repleto de nieve. Ese siempre fue tu sueño.

- ¿Y qué pasa con tu sueño?- Repliqué, con ganas de abrazarlo por ser tan atento conmigo, pero no era momento.

- Mi sueño eras tú, y ya lo he cumplido. El resto son detalles.

- No. No es así.- Negué con la cabeza.- Querías vivir cerca de la playa, tener un pequeño barco y llevarte a Coco cuando fueras a pescar; tu padre te enseñó a pescar.- Despeiné su cabellera oscura enterrando los dedos en la suavidad de sus cabellos, con sus grandes ojos observándome desde abajo.- Tú sí sientes el frío, además de que el invierno no te gusta, un día lo dijiste. No viviremos en las montañas.

Un largo silencio inundó la habitación antes de que Rodrigo se levantara, caminando por la habitación con una chispa de duda e intranquilidad en él que me preocupó.

- Di lo que piensas.- Pedí con voz suave.

- Tal vez nunca vivamos donde siempre imaginamos.- Dijo frotándose la mandíbula y los labios ahora fruncidos en una recta. Volvió a mirarme.- Tienes una manada, así que tienes que estar cerca de ellos por toda la vida.- Musitó lo último con cierta aspereza.

- Pero no todas las horas del día.- Aseguré.

- Demasiadas, igualmente. Nos casaremos, tendremos hijos, nos saldrán canas y seguirás pasando tantas horas con ellos como si fuera una obligación.- Recriminó. De pronto, malhumorado.

- Es una obligación y es mi deber.- Recalqué irritada, cruzándome de brazos.- No los dejaré nunca, ni quiero. Te guste o no, Rodri, las cosas son así.

- Pues no quiero que toda mi vida sea así.- Dijo, sombrío.

Rodrigo había clavado sus ojos en la ventana, sin atreverse a mirarme ante aquel detonamiento tan frío de verdad, escupiéndola como si hubiera estado deseando hacerlo desde hacía mucho tiempo. Tampoco me sorprendía su cansancio. Había pasado todo el verano entre armas de fuego y cuchillos clavados en maderas con pintura en el centro, viendo a un grupo de licántropos entrenar día tras día con algunas sorpresas estallando en alguno como un mal sabor de boca, viendo sangre, lágrimas y colmillos como ningún humano había presenciado jamás; teniendo que ver unos ojos amarillos tan horripilantes clavados en su cuerpo cada vez que se acostaba conmigo, que seguramente frenaría el deseo a cualquiera y que además, le dejaba la espalda ensangrentada por no poder controlar mi fuerza. Debía de ser demasiado para él. Nosotros no teníamos opciones, él, por el contrario, sí. Y, sin embargo, allí seguía, por amar a una diosa que tenía miedo de sí misma.

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