CAPÍTULO 7

32 2 0
                                    

10 de mayo de 1999, Ciudad del Norte 

El cálido resplandor del atardecer me transmitía una paz inigualable. En mi vida había sentido algo así, tan tranquilo. El aire golpeaba mi rostro con mucha delicadeza, casi como un abrazo del que me quisiera resguardar. Los pequeños destellos anaranjados del sol te hipnotizaban al instante. Eran bellísimos.

Dejé que toda esa brisa y calma me llenara por completo. Acaricié mi vientre en círculos, rodeando al bebé que se encontraba dentro, ese pequeño ser vivo que se estaba preparando para salir al mundo y enfrentar los miles de obstáculos que nos pone la vida. Aquel pequeño que quería y necesitaba proteger con toda mi alma. Incluso si tuviera que dar mi vida, lo haría. Cualquier madre lo haría.

Abracé mi vientre como si, de esa manera, ella pudiera estar a salvo. Esa pequeña que se escondía de los demás. Me preguntaba cómo sería, si tendría mis facciones o las de su padre. O incluso, las de mis padres, seguro ella también tendría el cabello castaño que mi madre y yo teníamos. O tal vez tendría las pecas sobre sus pequeñas mejillas, como su padre y su hermano mayor.

Todos estábamos emocionados con la noticia. Ella era esa pequeña luz que nos traía un sentimiento reconfortante. Como si en ella pudiéramos encontrar todas las metas que nunca logramos por las restricciones de mis padres. O los límites que le ponían a Robert. En ella veíamos esa esperanza de que pudiera ser ella misma. Que pudiera dar todo su brillo en cada momento. Que todos se dieran cuenta de la hermosa luz que podía transmitir.

Aun dentro de mis pensamientos, caminé en dirección de mis padres que estaban sentados sobre una manta, mientras comían de unos cuantos bocadillos tendidos sobre esta. Ellos se reían a carcajadas, entusiasmados por algo desconocido. Al verlos, esbocé una sonrisa. Estaba por sentarme al lado de mi madre, cuando su voz, lo cambió todo. El golpe fue claro, había dado en el blanco.

—Samira, él sabe la verdad. —mencionó en un tono frío y distante. Su rostro se centraba en mí de una forma diferente. Un tanto incómoda. Pude sentir el momento en que mi sangre abandonaba mi cuerpo, dejándolo helado del miedo. Las palabras se me fueron de la mente. Mi boca no me dejaba pronunciar ni siquiera una mínima palabra.

Noté cómo hasta el mismo sol huía de aquel momento. Dejándole paso a la oscuridad de la noche que se acompañaba de la luz de la luna. Esa que me guardaba una pequeña esperanza de que todo sería diferente. Que no debía temer. Me armé de valor hasta conseguir pronunciar algo. Aunque mi madre me seguía mirando indiferente.

—¿Cómo lo sabes, madre? —inquirí con la voz débil. Mi corazón latía con fuerza y a una gran velocidad. Tragué saliva como si eso cambiara las cosas. Como si eso alejara la sensación de mi pecho.

—Él está aquí.

Su voz me causó un escalofrío. Uno que realizó un recorrido desde mi espalda baja hasta llegar a mi nuca, justo ahí todo se extendió por el resto de mi cuerpo. Parecido a cuando dejas caer un vaso lleno de agua. De la misma forma, y con la misma rapidez.

Mi voz se cortaba. Pero, sabía que debía obtener las respuestas necesarias.

—¿Dónde? —volví a inquirir con el mismo tono. Sabía que me estaba volviendo vulnerable, sin saber que aquel monstruo olía mis miedos. Él sabía que esas simples palabras me causaban un horrible sentimiento. Uno que me dejaba fuera de mis razones. Ese sentimiento que me dejaba indefensa.

El miedo era el sustituto de mi sangre. Se sentía como un veneno del cual yo era su presa, la cual acorralaba a paso lento, dejando que mis pensamientos me consumieran. Dejando que mi miedo se encargara de llevarme a él. O en este caso, dejando que el monstruo encontrara mi escondite.

Sombras Del Pasado: Tras La Pista De La VerdadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora