treinta y nueve.

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—¿Te vas? —pregunté adormilada mientras bajaba las escaleras.

Gabriel estaba rodeado de un montón de maletas, con una gorra puesta, acomodando cosas en la sala.

Asintió. Sentí la desesperación atacar mis nervios; quería llorar como una niña pequeña.

—¿En serio? —miré todo a mi alrededor, incapaz de creer que no era una broma—. Si quieres, yo me voy. No tienes por qué...

—Mar, solo es un viaje de trabajo.

Una oleada de vergüenza, seguida de alivio, entró en mí.

—¿No vas a desayunar ni nada?

Me miró confundido.

—¿Vas a desayunar también? —asentí.

Miró la hora en su celular y suspiró antes de asentir y caminar hacia la cocina. Me senté en la mesilla, observándolo encender la estufa y comenzar a preparar la comida.

—De todos modos, quería hablar contigo —dijo sin mirarme, concentrado en la estufa.

—Dime.

—La casa es tuya, Mar. Está a tu nombre y yo jamás pensaría en quitártela o algo —habló—. Pero tú me dijiste algo ese día que yo no he respetado.

Lo miré, confundida.

—Sé que me equivoqué y feo, y tú no tendrías por qué perdonarme haga lo que haga —prosiguió—. Y tampoco es justo que yo me aproveche de que este es tu único espacio, además de que siento que estando aquí solo la riego más.

Rió tristemente mientras seguía preparando la comida.

—También, la neta, ya entendí que la cagué con lo del trabajo y te pido una disculpa, Mar —finalmente me miró—. Jamás pensaría que eres incapaz; al contrario, no estaba dispuesto a dejar que te robaran el lugar después de haber leído algo tan bueno como lo que hiciste.

Estaba sin habla. Sus palabras sonaban duras, pero él estaba visiblemente avergonzado. Podía notar cómo casi sudaba y cómo sus manos temblaban, al igual que su voz.

—Pero ya, Mar, ya entendí que de verdad no quieres que me meta en tu vida —continuó—. Y eso está bien, yo no tengo ningún derecho de gozar de los privilegios de estar contigo como cuando estábamos juntos.

Me sonrió, apenado.

—Porque ya entendí que para ti ya no estamos juntos y evidentemente ya no sientes lo mismo.

No me estaba reclamando nada, ni siquiera era un reproche escondido. Solo era como si estuviera dejando salir todas sus palabras.

—Espero que Oscar sí goce de lo rico que es estar en tu vida —volvió a sonreírme.

Terminó de servir, pero solo era un plato.

—Ya no alcanzo a comer yo, pero tú sí come —colocó el plato frente a mí—. Entonces, solo regresaré a sacar mis cosas, chula.

Me miró por última vez, poniendo su mano en mi hombro y analizando cada centímetro de mi cara. Suspiró y me abrazó.

—Te amo, Maressa, te amo —frotó mi espalda—. Te prometo que jamás pretendí hacerte daño, siempre te he dicho que para mí eres como una muñequita y ojalá tuviera superpoderes para poder guardarte en una cajita y cuidarte de todos, a la verga.

Se separó de mí y me vio fijo.

—Lo malo es que, en mi afán, te descuidé y te lastimé yo.

Yo solo apretaba mis dedos para no llorar. Dio un beso en mi frente y caminó hacia la sala. Limpié rápido mis lágrimas, fui a la sala y reuní todas mis fuerzas:

fendi;gabito ballesterosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora