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PATRIK

No había visto a Rochel desde hace una interminable semana. Había estado tan ocupado como para ir a la floristería, preguntarle a Jenell por ella y de paso saber si aún quería seguir con las sesiones de francés. Y también quería verla de nuevo. La última vez que conversamos me dejé invadir por la tristeza de verla alejarse. Me hice creer que los bajones que me daban por las noches eran por el trabajo, cuando el problema quizás era su ausencia.

Me pregunté si Rochel estaría en el puesto de su abuela aquel día de vacaciones de invierno. Eran las siete de la tarde, pero estaba a tiempo para llegar antes de que la floristería cerrara, así que solté mis cuadernos en el escritorio y cogí mi chaqueta del perchero. Estuve tan apresurado que mis lentes cayeron por accidente al suelo.

-Ten cuidado, Patrik -dijo mi madre desde la cocina. El puré de papa y las manzanas asadas que preparaba olían desde el hall-. Ya no eres un niño para recordarte que cuides tus cosas.

-¿A dónde vas con tanta prisa? -indagó Leo mientras acababa una bolsa grande de Crunchips

-Solo iré a ver a Rochel.

-¡Te acompaño! -Leo se levantó de un salto y se limpió las manos grasosas en los pantalones. Aún no dejaba la mala costumbre.

-Claro que no.

-¿Por qué?

-Son asuntos académicos.

-Por favor, hermano. También quiero verla ¡Es mi amiga!

-Claro que no es tu amiga.

-Leo, cariño, no insistas más. Y tú, Patrik. -Me señaló amenazante con el cucharón-. no llegues tarde y saluda a Berit de mi parte.

Mamá había vuelto a ser un poco ella misma, y todo luego de que hace unas semanas había decidido asistir al psicólogo por su cuenta. Fue una grata sorpresa cuando aquella noche se acercó a mi habitación y me lo confesó entre lágrimas. Aunque no me contó todas las razones de su tristeza, sabía que una de las variantes era el abandono de papá y el haber tenido que actuar una sonrisa por más de una década para que no nos afectara a nosotros.

-No tardaré.

Aunque al inicio salí de casa con un arranque de optimismo, la duda me invadió cuando estaba a mitad de recorrido en mi bicicleta. Era noche buena. Rochel y su abuela podrían estar preparando la cena navideña en su hogar o con algún familiar, pero ya había partido y no había marcha atrás.

Pasé por varias tiendas llenas de luces que amenazaban con dejarme ciego en el camino. En la plaza los jóvenes se montaban en los juegos, padres tomaban fotos a sus hijos frente a los árboles de navidad y se escuchaba música acogedora en cada esquina. Todos se veían tan felices y deseé sentir aquello también, medir unos centímetros menos y correr por todas partes para tomarme fotos con santa y recibir regalos, pero ya era un adulto y nada era lo mismo.

La navidad dejó de entusiasmarme desde que un asiento en la mesa se quedó vacío. No porque añorara a papá, sino por el rencor que desarrollé al saber que no volvería. Si Eliot no nos hubiese olvidado, si nos hablara seguido y preguntara por nosotros en lugar de solo recibir las sobras de su dinero cada mes para la educación de Leo, mi perspectiva sobre él sería diferente. Todo dolería menos.

Traté de no distraerme con la decoración y seguí encaminándome por la ruta que ya conocía. De pronto un grupo de personas se aglomeraron en la calle y tuve que tomar un desvío que me llevó a una calle menos transitada. Cuando estuve a tan solo unos metros de llegar a la floristería, me distraje con una silueta encorvada sobre una pileta, temblando un poco por el frío. Al principio no creí que fuera ella porque aquel cabello rubio estaba trenzado y a Rochel nunca la había visto con otro peinado que no fuera una cola baja. Pero evidentemente era ella.

El día que el amor se marchite Pt. IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora